lunes, 4 de noviembre de 2024

Sara Mesa: MALA LETRA

En la distancia, la conversación era un murmullo ininteligible, como un zumbar de abejas. 

Una voz como salida de una tinaja, grave, poderosa, pétrea. 

Actuaba sin prisa, como si el tiempo también estuviese obligado a amoldarse a su ritmo. 

En la rigidez de su mandíbula había una concentración casi religiosa. 

La mirada ensimismada, como vuelta hacia dentro.  

De la tierra se levantaba una humedad inhóspita. 

Aguardó unos segundos manteniendo el silencio alrededor, áspero, abrupto, como tensado. 

Su sonrisa sobrepasaba la amabilidad con un gesto de íntima satisfacción.

Los ojos inmóviles, sin brillo, como los de un pescado. 

Luego vino el silencio. Un silencio brevísimo y hondo, que enseguida dio paso de nuevo a la confusión, como una respiración alterada. 

El sufrimiento que produce la culpa casi nunca equivale a la dimensión de la tragedia. 

El complejo de culpa no se guía por parámetros racionales: su lógica es intrínseca y está basada en premisas falsas y difícilmente transferibles. 

Todo es demasiado frágil en la vida. Y hay pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan. Sucede a veces, y entonces algo se quiebra, y todo cambia. 

Sus ojos estaban tan huecos como los de un animal disecado. 

El cuerpo le dolía con un dolor de siglos. 

Su desnudez no era desvalida, sino amenazante.

Tenía un aliento cavernoso que incluso a él mismo conseguía repugnarle. 

El cielo mostraba sus colores líquidos, adormecidos. 

Llegada una edad, pensar en algo es pensar en el pasado, y el pasado es nada, es poco más que nada. 

Mantenía su mirada de asombro calmado, los ojos legañosos bien abiertos, esa extraña curiosidad vencida que conduce a mirar alrededor aunque sin sorprenderse verdaderamente por nada. 

El mundo sigue latiendo con tranquilidad incluso cuando todo parece acelerarse. El mundo es impasible ante cualquier cosa que suceda, por inusual, horrible o cruel que ésta sea. Visto así, el mundo no tiene mucho que ver, realmente, con nosotros.

Una cabeza abierta como una granada mordida. 

Seguía riéndose para sí mismo, riéndose entre dientes como si masticase con detenimiento su propia risa. 

Los ruidos quedaron en suspenso, agazapados. 

Miraba sus ojos dilatados como canicas, sus ojos que giraban hacia los míos. 

Tenía ojos castaños, grandes y limpios como los de los perros listos. 

Ella me miró desconfiada, con su labio alzado. 

Llevaba los brazos al aire; me recordaron masa de pan cruda. 

Recién ha amanecido y la luz que entra es brumosa, rosada, ligeramente deprimente. 

La vida no es un camino recto. La vida es ante todo un laberinto y es tentador perderse un poco por las afueras, por esos caminillos secundarios que a veces son errores y a veces son aciertos, aunque luego volvamos siempre al centro, con todo lo vivido en las afueras, sin perder el camino de salida, la salida del éxito a ser posible. 

No nos engañemos, hay que probarlo todo pero quedarnos sólo con lo útil. 

Esa sabiduría resentida. 

Las palabras esdrújulas suelen sonar bien. 

Sus diminutos ojos de cristal, tan próximos entre sí, formaban una mueca de contrariedad. 

La escritura como desagüe. Conjuraba el peligro escribiendo sobre el peligro. Dándole forma al horror evitaba la realización del horror.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Almudena Grandes: INÉS Y LA ALEGRÍA

El sol rebotando contra la cal de las paredes en el silencio perezoso de la siesta. 

Sonrisas de higo, o de sandía, el agua azucarada de la fruta dibujando alegres ríos de placer sobre sus barbillas. 

Aprieta aún más los labios, esa exasperada variante de la determinación que el único patrimonio de los desesperados. 

Jamás se atrevió a imaginar la enormidad de la carga que algún día llegaría a abrumar sus hombros, que anularía su imaginación y estremecería su conciencia, esa responsabilidad que siente ahora como una roca inmensa de aristas afiladas que le desgarra la piel a cada paso y siembra monstruos, peligros como monstruos, en cada instante que pasa despierta, y en los sombríos pliegues de sus sueños sombríos. 

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. O quizás no, y es sólo que el amor de la carne no aflora a esa versión oficial de la historia que termina siendo la propia Historia, con una mayúscula severa, rigurosa, perfectamente equilibrada entre los ángulos rectos de todas sus esquinas, que apenas condesciende a contemplar los amores del espíritu, más elevados, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos. Las barras de carmín no afloran a las páginas de los libros. Los profesores no las tienen en cuentan mientras combinan factores económicos, ideológicos, sociales, para delimitar marcos interdisciplinares y exactos, que carecen de casillas en las que clasificar un estremecimiento, una premonición, el grito silencioso de dos miradas que se cruzan, la piel erizada y la casualidad inconcebible de un encuentro que parece casual, a pesar de haber sido milimétricamente planeado en una o muchas noches en blanco. En los libros de Historia no caben unos ojos abiertos en la oscuridad, un cielo delimitado por las cuatros esquinas del techo de un dormitorio, ni el deseo cocinándose poco a poco, desbordando los márgenes de una fantasía agradable, una travesura intrascendente, una divertida inconveniencia, hasta llegar a hervir en la espesura metálica del plomo derretido, un líquido pesado que seca la boca, y arrasa la garganta, y comprime el estómago, y expande por fin las llamas de su imperio para encender una hoguera hasta en la última célula de un pobre cuerpo humano, mortal, desprevenido.

Sólo existe una dicha más grande en la vida que enamorarse, y es enamorarse bien. 

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, vulnerables, frágiles, ineptos, incapaces de ver más allá del objeto amado, sometidos sin remedio al poder sin forma ni estructura que gobierna los deseos invencibles. 

No tuvieron tiempo de experimentar esa extraña ternura del cuerpo conocido que se va arruinando al ritmo de la ruina del propio cuerpo, ese cuerpo que siempre parece el mismo al abrazarlo en la cama, por las noches, pero que no lo es, porque ha cambiado, y su perfil es distinto al de antes, es distinta la textura de la piel, la progresiva blandura de la carne, el volumen que ocupa entre las sábanas, y sin embargo sigue siendo el mismo, porque conserva la memoria de la cintura fina, las caderas redondas, las piernas esbeltas, el vientre liso, los pechos firmes que el propio cuerpo también ha ido perdiendo sin darse cuenta. 

El fregadero de la propia conciencia. 

Mi corazón latía a un ritmo descompensado, frenético, como el mecanismo de un juguete de cuerda a punto de romperse, de saltar alegremente por los aires de una cascada de muelles y tornillos diminutos para no volver a funcionar nunca más. 

Un aroma humilde, doméstico, que me serenó como si pudiera acariciarme con sus dedos. 

Ninguna sortija relucía tanto como sus ojos de persona feliz, de esas que no necesitan la aprobación de nadie para disfrutar de su suerte. 

Transmitían esa tristeza de los objetos, de las ropas y las uñas negras, que germina en la pobreza. 

Se instaló un silencio absoluto, casi litúrgico, durante ese segundo que necesitó para que sus ojos absorbieran las lágrimas que no quiso derramar ante nosotras. 

Las lágrimas que él no había querido llorar permanecieron dentro de mis ojos, como un tesoro raro y precioso, en el que estaba escrita la suerte de mi vida. 

Ese mundo se desharía entre mis dedos como una nube de polvo dorado, un espejismo tan bello y misterioso como las caricias de un amante infiel. 

Todos estábamos de parte de aquel amor dificilísimo, que florecía en el desierto desolado y áspero de una derrota interminable como una garantía de que la vida seguía existiendo, de que existiría el futuro, por ahí, en alguna parte.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Maggie O'Farrell: HAMNET

El sol, amenazante, lo mira desde fuera y por las ventanas estampa una celosía amarilla en la pared. 

El suspiro del aire que pasa por debajo de las puertas de habitación en habitación. 

El ruido indefinible de una casa en reposo, sin gente. 

Es increíblemente suave, como el roce de las hierbas del río en las piernas.

Se sienta en su silla con la espalda doblada: un sapo viejo y triste encima de una piedra. 

Se ha quitado los zapatos, que han quedado en el suelo del revés, a su lado, como vainas vacías. 

Un miedo frío le baja por el pecho y en un instante le envuelve el corazón en una capa de hielo crujiente. 

Cada árbol responde a las atenciones del viento a su propio ritmo, ligeramente distinto que el de sus vecinos, doblando las ramas, sacudiéndolas y agitándolas como si quisiera librarse del aire, incluso de la tierra que lo nutre. 

Sonríe al ver las cara suaves, inacabadas todavía, claras a la luz de la ventana como la masa sin levadura. 

Mira, avellanas, y caían puñados de perlas con chaqueta parda. 

Las palabras se le escapan de la boca volando como avispones, palabras que ni siquiera sabía que supiera, palabras dardo que chisporrotean y dañan, palabras que se le retuercen y le aplastan la lengua. 

Son unas carcajadas roncas y carentes de alegría que le dejan el pecho vacío y caliente. 

El sorprendente frío metálico de principios del invierno. 

Los charcos que va pisando son como nubes blancas heladas, solidificadas entre los surcos y resaltos del barro. 

Las palabras existen si se sabe escuchar. 

Todas las hojas de los árboles, todas las hierbas, todas las ramas que hay por el camino se han encerrado, se han replicado a sí mismas en escarcha. 

El corazón le da un vuelco en el pecho, es un animal que se revuelve contra los barrotes de los huesos. 

Las llamas se levantan, atormentan y acarician el fondo de varias ollas. 

Sus ojos parecen botones de caléndula. 

Contempla la silueta del hombre que yace allí, sumido en un sueño profundo como el océano, despatarrado en el centro de la cama, con los brazos estirados, como si flotara en la corriente.  

La larga hendidura de la columna en la espalda, como la huella de una carretilla en la nieve. 

Le ruge el estómago de hambre, un gruñido grave y amenazador como un perro emboscado dentro del cuerpo. 

Es una cadena de letras inclinadas; parece que las palabras resbalen por la página, como si pesaran más al final que al principio de la frase. 

Está embelesada, con las manitas cerradas sobre sí mismas como caracoles en su concha. 

Se queda contemplando las orejas, que parecen pliegues claros de rosas, la curva de ala de sus cejas diminutas, el pelo oscuro que se le pega a la coronilla como si se lo hubieran pintado con un pincel. 

Sus palabras pesan , como si escupiera guijarros al hablar. 

Se lleva el olor brumoso consigo como un montón de ropa vieja y sucia. 

Con qué facilidad nos pasan desapercibidos el sufrimiento y la angustia de una persona si esa persona guarda silencio, si se lo guarda todo para sí, como una botella con un tapón muy ajustado; la presión aumenta en el interior hasta que...

Aparecen en sus mejillas unas lágrimas como semillas de plata. 

Tiene la sensación de estar expuesta, helada, pelada como una cebolla. 

Le gustan las curvas, las formas, los trazos oscuros de tinta, que parecen las marcas que quedan en una ventana helada cuando se pasan unas ramas por el cristal. 

Unas estrechas cuchillas de luz hienden el espacio desde unas ventanas altas. 

La voz es contenida y tensa, como un mandil que se le ha quedado pequeño.

Quien diga que la muerte es "serena" o un "apagarse poco a poco" nunca ha visto morir a nadie. La muerte es violenta, la muerte es una batalla. El cuerpo se aferra a la vida como la hiedra a la pared y no está dispuesto a soltarse, no se rinde sin pelear. 

Entran, como dardos, palabras sueltas de la gente que pasa por fuera, palabras sin sentido, pequeñas burbujas de sonido que estallan en el silencio. 

No hay nada. Un gemido agudo de nada, como la ausencia de sonido cuando calla la campana de la iglesia. 

Las lágrimas le inundan la cara, se persiguen unas a otras. Siempre ha llorado lágrimas muy gruesas, como grandes perlas. 

Las mondas van cayendo por la afilada hoja en largos tirabuzones verdes como cabellos de sirena. 

Las dos cabezas al aire, brillantes como oro hilado. 

Nota la contundencia de la palabra, ese nombre en su boca, en forma de pera madura. 

Ve la bolsa de viaje. Está llena, repleta, como el vientre de una mujer encinta. 

Musita tropezando con las palabras, él, que siempre habla como las aguas rápidas y claras de un riachuelo saltando entre los guijarros. 

Hay muchas formas distintas de llorar: lágrimas que se derraman de repente, gemidos hondos y desgarrados, el interminable goteo silencioso de agua de los ojos. 

El corazón le da un salto en el pecho, como un gamo. 

Un cielo salpicado de piedras preciosas, punteado de huecos plateados, pendía en equilibrio sobre los tejados de las casas. 

Sus voces son como pájaros brillantes que levantan el vuelo, que revolotean por la habitación y salen y suben al cielo. 

El centelleo helado de las estrellas, como cristales rotos sobre seda negra. 

Ve a su hija menor desprenderse de la niñez como si de una capa se tratara. Ha crecido, ahora es esbelta como una rama de sauce. Ya no necesita saltar, moverse deprisa, con precisión, cruzar una habitación o el corral zigzagueando como un rayo; adquiere un andar más pausado, de mujer. Se le definen las facciones, asoman los pómulos, la nariz se afila, la boca se convierte en la boca que tiene que ser. 

Una brisa invisible e insistente se desliza por las calles como un ladrón en busca de una entrada. Juguetea en las copas de los árboles, las inclina hacia un lado, después hacia el otro. Tiembla dentro de la campana de la iglesia y hace vibrar el metal con una nota única, grave. Alborota las plumas al búho solitario que se ha posado en un tejado, cerca de la iglesia. Unos portales más allá, mueve una ventana mal cerrada y la gente que duerme dentro da media vuelta en la cama: se cuelan en sus sueños unas imágenes de huesos que se mueven, de pasos que se acercan, de cascos que resuenan. 

Lo rodean como una nube que envuelve la luna, lo avasallan con objeciones, preguntas, ruegos.

sábado, 10 de febrero de 2024

Sara Mesa: UN AMOR

Al hacerse de noche es cuando cae el peso sobre ella, tan grande que tiene que sentarse para coger aliento. 

Los pensamientos llegan y se deslizan a través de ella, entrelazándose. Intenta que salgan a la misma velocidad con la que entran, pero se le acumulan en el interior, un pensamiento sobre otro. Ya ese empeño -esforzarse en que entren y salgan y no le acumulen- es de por sí un pensamiento demasiado intenso para su cabeza. 

Su deterioro no tiene que ver con los años, sino con la expresión hastiada, con la manera de balancear los brazos y doblar las rodillas mientras avanza.

Una gota de sudor le resbala por la sien. Se la limpia con el dorso de la mano y encuentra en ese gesto la fuerza necesaria para atacar. 

Cuanto menos escriba uno su nombre verdadero, mejor. Solo vale para firmar en el banco. 

La observa fijamente -demasiado fijamente-, pero sus ojos son dulces y eso suaviza la incomodidad. 

El cabello, muy blanco y fino, se extiende como una suave bruma sobre la cabeza. 

Los cambios -todos los cambios- siempre son para bien. 

La voz deformada por los nervios. 

A veces, ciertos errores acarrean un acierto, un cambio de rumbo o incluso una revelación. 

Una sombra ha caído sobre ellos, viciando el aire. 

Siente que el corazón se le desploma de golpe hacia los pies. 

Como el dinero, también el capital erótico se va escurriendo sin que uno se dé cuenta, solo se toma conciencia de él cuando desaparece, y se escudriña en el espejo con una mirada desprovista de piedad, evaluando las partes de su cuerpo o de su cara donde puede radicar el error. 

Su aburrimiento desprende un halo de desesperación. 

Qué absurdos son algunos hombres. 

Una angustia creciente se adensa en ella. 

Una reflexión fugaz cruza por su cabeza, tan rápida que no le da tiempo a agarrarla y entenderla. 

Su voz, no parece su voz, suena postiza, como si estuviese leyendo el papel de una obra. 

Una sonrisa tensa, posiblemente avergonzada, aunque también centelleante, rápida. 

El olor, el viento en su piel, los tonos verdes y marrones mezclados -hojas y tierra-, el gusto acre de su saliva -de los nervios-, todo lo que la ata a ese instante se expresa a través de los sentidos y, sin embargo, la sensación de irrealidad es abrumadora, la abstracción vence a lo concreto, como si, más que estar al borde de una nueva vivencia, estuviese representando una escena en un decorado y con unos actores: una gran mentira. 

En el sexo no existe zona intermedia entre el placer y el asco. 

La piel tiene memoria. 

Echar muchas horas no es sinónimo de tesón. Puede ser también señal de torpeza. O de caradura. 

Siente ansiedad como un animal en celo. 

No es una mirada limpia: parece haber un juicio tras sus ojos. 

Lo que estaba fuera, en la lejanía del paisaje, lo que era invisible y carecía de interés, está ahora dentro de ella, habitándola, sacudiéndola. 

No ha hablado en tono de reproche; al revés, lo ha hecho con amabilidad y simpatía, en ese límite juguetón en el que suelen darse caña los amigos. 

Si el silencio es la ausencia de palabras, ¿cómo puede existir un silencio en particular? ¿No deberían ser iguales todos los silencios?

Lo que distingue a los silencios es todo aquello que los rodea, empezando por las causas. 

Quizá es mejor no penetrar en el misterio, no tratar de entenderlo, para evitar que se corrompa. 

El malestar de la felicidad es una idea que le ronda con insistencia: un tipo de felicidad que contiene en sí misma la semilla de su propia destrucción. 

Lo peculiar de su forma de hablar no era el atropello de las sílabas, sino ese tono tajante, autosuficiente, que subyace bajo al pronunciación. 

Es un rostro inquietante, rotundo, duro y lleno de secretos. Es imposible llegar a lo que hay tras sus párpados. 

Una rara cautela -rara por incomprensible- la lleva a preferir el silencio. 

Es una conversación que solo avanza de puntillas, a través de rodeos. 

Las horas muertas se convierten en pasto para la suspicacia. 

Es solo al terminar de hablar cuando el peso del silencio se hace evidente. 

La mira con dureza, con una opacidad nueva en sus ojos -ojos de cristal, o de muerto-.

En el colchón, entre ambos, nota cómo se abre un abismo. 

Caminar a su lado le parece una experiencia más íntima que tumbarse en su cama o desnudarse ante él. 

Es capaz de reconocer ese tipo de alegría que desemboca en la angustia. Como cuando las piernas dejan de responder después de haber corrido mucho. 

La belleza de la distancia. 

El pensamiento la asalta con brusquedad, como si no proviniera de ella. Quizá por eso, por atacar desde fuera, resulta tan verosímil y cercano. 

Al beber siente que se limpia, que el agua arrastra por su garganta el veneno de la desconfianza.

La tensión de la sonrisa desmiente sus palabras. 

Siempre ha asumido como un hecho irrefutable que a los hombres, tengan la edad que tengan, les atraen las mujeres jóvenes, pero nunca hasta ahora lo había interpretado como una amenaza, dado que, por muy joven que sea una, siempre habrá otra más joven. 

Siente frío, un frío intenso que irradia de su propio interior, de un punto que se ubica entre el esternón y la columna. 

Una vez que cae una certeza, ¿por qué no han de caer todas?

Su relación ha estado emponzoñada desde el principio. Fue la manera de empezar, esa que justamente la cautivó, la que se ha dado la vuelta mostrando sus costuras repugnantes. 

El daño crece, se ramifica dentro de ella. 

Parece concentrada en algo que estuviera sucediendo en otra dimensión, con los ojos arrugados y los labios formando frases en silencio. 

A veces el hechizo se rompe y sale de sí misma. 

Se atasca en cosas antiguas que ocurrieron. En la resignación del viejo. 

Dado que no hay preguntas, no hay respuestas. 

La desconfianza sigue creciendo: sutil y torcida, como la cautela de un gato. 

Los celos, ese insistente monstruo de ojos verdes, se cuelan hasta en la cama, con su lengua picuda y sus muecas obscenas, inspeccionándolos a ambos para devorarlos, corrompiendo el sentido de sus movimientos, tiñéndolos de suciedad y recelo. 

Se lo cuenta con los ojos brillantes, agarrándola con la intimidad con que se habla a las amigas. 

Se levanta una corriente fría y cortante, casi higiénica. Una corriente que acaba con la posibilidad de rebatir, o al menos de preguntar. 

Cuando expresa su punto de vista, lo expone sin la necesidad -o el ansia- de hacerse entender. En él no existe la pretensión de convencer. 

Oye las palabras sin alcanzarlas. Percibe los sonidos, pero no los agarra. 

Su furia se disuelve y cede el paso a un hueco cuya resonancia atrona por todo su cuerpo. 

Su voz -su propia voz- le suena muy remota, como si se articulara desde muy lejos, fuera de ella. 

Se echa boca abajo en la cama y se aprieta contra el colchón buscando sofocar el sufrimiento. 

Alrededor solo hay silencio: el ficticio silencio de siempre. 

Hacia ella se encaminan, nítidas, unas nuevas palabras: el tiempo es el castigo. Las pronuncia como si las leyera, como si no proviniesen de ella, sino de más allá, de mucho más allá. 

En su ausencia de nervio, comprende lo irrevocable de su decisión. 

Lo mira fijamente y nota cómo flaquea, como si quisiera decir algo más de lo que dice, con los ojos líquidos -como licuados- y unos segundos de vacilación que se alargan significativamente. 

No sabe sonreír sin incluir en el mismo gesto la mueca del engaño. O si no del engaño, del disimulo. 

Mira a su alrededor y su dormitorio le resulta completamente ajeno. Cada mueble, cada objeto, continúa en su lugar y, sin embargo, algo ha cambiado. Se palpa en el ambiente, como una súbita bajada de temperatura, o como el atenuamiento del color en una foto antigua. Como si el mundo hubiese decidido seguir adelante, mutando, cuando ella ya se ha quedado definitivamente atrás. 

Sus pertenencias están allí como si las hubiesen recortado de otro lado y pegado después, como un collage mal hecho. 

Ella no hablaría de calidez, sino de un estancamiento de la atmósfera, como si el aire ya no circulara y la corriente se hubiese inmovilizado a media altura, no en los pies, ni en la cara, sino en la zona de las caderas, para dificultar su avance.

El cielo pálido, casi sucio, se amarillea a causa de una columna de humo. 

Esa certeza le rasga cada uno de sus músculos. 

Trata de respirar ordenadamente. 

Tal vez es ella quien ha envejecido y lo mira desde otra época. 

Su voz baja y apaciguadora sigue explicando lo que ella no puede ahora entender. 

Qué cansado es escuchar cuando no se tiene nada que añadir. 

El silencio es distinto, teatral, como si lo estuvieran representando solo para ella, con el único fin de engañarla. 

Sale arrastrando los pies. Pero él no es el condenado, piensa ella, a qué viene esa forma de andar, tanto teatro. 

Tenía hierba en la cara, en vez de barba. 

La sensación de pérdida le va comiendo terreno, velozmente, a la memoria. 

Hay una placidez aceitosa en la que ella se sumerge para nadar. Bracea con facilidad, contempla los rayos de luz tamizados por el agua, la tonalidad verdosa del lecho de un río y el brillo plateado de las piedras al fondo. 

El tacto estéril. 

Ningún culpable queda perdonado si no recibe su castigo. 

Intercambia abrazos cálidos en el frío de la noche. 

Ha perdido la mirada propia de los niños que no tienen pasado; sus ojos, más que sus cicatrices, marcan ahora la existencia de un antes y un después, una falla en el tiempo. 

En su expresión se condensa su propio y inamovible veredicto. 

Algo le revienta en su interior. Como un saco de gel frío que después se extendiera por sus extremidades, aflojando sus músculos, derrotándola. 

Su voz ahogada, desprovista de humanidad, es el graznido de un ave antes del sacrificio. 

El contacto se queda flotando, coagulándose en el aire. 

Viéndose desde fuera, en esa falsa calma, es como si alguien la estuviese filmando, a ella, una figurante, una intrusa, el papel más insignificante que se le podía asignar en un mundo ficticio -un decorado de plástico, de cartón piedra-.

Eso que ella habría llamado en otros tiempos dignidad y que ahora es solo una palabra escurridiza. 

Bajo la tela, la piel de él desprende un suave calor, real e indiscutible. Ni siquiera esa temperatura la aleja a ella del escenario, de su sensación de irrealidad. 

Mira alrededor, aún medio a oscuras, naufragando en la confusa mezcla de reconocimiento y extrañeza. 

Se instala en ella una frialdad paralizadora. 

Ella se había empeñado en traducirlo, en llevarlo a su terreno. Qué absurda pretensión, se dice. Si no fuese ridículo, sería hasta divertido. 

Se siente invulnerable, más allá de los juicios, pero su inmunidad viene de haber salido del tiempo en que vivía, como si, al subir una escalera interminable, hubiese caído al vacío por un peldaño roto, mientras el resto de la gente continuaba hacia arriba sin advertirlo. 

Un solo instante basta para justificar una vida completa. 

Su memoria se ha encogido. Su memoria, ahora, es tan pequeña que le cabe en un puño. 

Las reliquias sentimentales no merecen la eternidad. 

Admira el paisaje empañado y vidrioso por las nubes, los colores desleídos y entremezclados. 

No se llega al blanco apuntando, sino descuidadamente, mediante oscilaciones y rodeos, casi por casualidad. 

Todo conducía a ese momento. Incluso lo que parecía no conducir a ninguna parte.

lunes, 29 de enero de 2024

Sara Mesa: CARA DE PAN

La distancia de la cautela. 

El silencio se agranda. 

Aguanta todo lo que puede con los ojos abiertos. Después, aprieta los párpados y juega a perseguir manchitas de colores. 

Es una voz de mujer clara y grave, una voz ambigua, ligeramente masculina, estruendosa, pero con el estruendo limpio de una ola que se estrellara contra un malecón, una voz que la envuelve y la lleva hacia arriba y luego hacia abajo. 

El musgo acumulándose en el tronco del olmo siberiano, extendiéndose hacia arriba como el perfil de un mapa. 

Cuando una cosa -cualquier cosa- se mira muy de cerca, siempre se acaba amándola. 

Balconcitos que recuerdan bebederos de jaulas de canarios. 

Sus palabras sonaban tan falsas que arañaban. 

Le devuelve una mirada húmeda y larga. 

Un conocido ha sido previamente un desconocido. 

No hay nada malo en enamorarse. Es como si el mundo entero se untara de mantequilla y todo fuese más sabroso y mejor. 

Todo el mundo se ríe de las hermanas, de las esposas y de las madres, o insulta a través de ellas. 

No le pregunta por qué llora. Una pregunta así es superflua: uno debería ser capaz de intuirlo. 

El aire frío, el invierno acercándose, el viento como síntoma de la amenaza. 

Las frases son contradictorias, están llenas de mentiras que son como aristas, de tanto como pinchan.

domingo, 28 de enero de 2024

Sara Mesa: SILENCIO ADMINISTRATIVO

¿No es un sinsentido que justo a los que están "en situación de pobreza o riesgo de exclusión social" se les exija más que a nadie?

Si la tecnología no se traduce en simplificación y rapidez, es totalmente inútil. 

El problema es la indefensión que se crea al exigir precisión a aquellos a los que no se informó previamente y a los que se sigue sin informar. 

Algo tan sencillo como atender el teléfono, coger un papel y un bolígrafo, apoyarse en una superficie plana para escribir, no lo es tanto si uno está mendigando en la calle y usa bastón. 

Los pobres no se plantean cuestiones de estilo. 

Qué poco importa una mancha en la ropa cuando uno no ingresa ni un solo euro al mes. 

La pobreza se confunde con el hambre. Cualquier posesión que vaya más allá del bocadillo de mortadela y la manta raída puede ser censurable. 

La pobreza es fea, es difícil de mirar. Es incómoda. Se puede ser pobre pero decente: esto lo hemos escuchado muchas veces. Pobre pero limpio. Pobre pero honrado. Pobre pero sin vicios. Pero: la mala leche de la conjunción adversativa. 

Esa perfección, esa limpieza, que se les exige a los más pobres. Los queremos beatíficos, agradecidos, puros de corazón, impecables. Que no digan una palabra más alta que otra. Que den siempre las gracias y no insistan. Que se acerquen un poco pero que se retiren enseguida. Que gasten nuestras limosnas en lo que nosotros decidamos que se las deben gastar. Que no haya ni una sola tacha en su pasado, ni un desliz. 

Proteger a una mascota -cuidarla, alimentarla- dota de una profunda dignidad a la persona que lo hace. 

A veces, un animal es lo que hace que las personas que viven en extrema pobreza consigan esquivar la locura. 

Sentimos más compasión por un perro -por la inocencia indudable de un perro- que por una persona -que siempre es sospechosa de ser culpable-. Si el animal está sucio, es porque no lo lavan. Si lo está la persona, es porque le gusta la mugre. 

El sistema es diabólico, pero es exacto. En su exactitud radica, de hecho, su perversidad. 

A los pobres se les exige siempre que detallen sus intimidades si no quieren que sobre ellos se extienda -aún más- la sospecha. 

El silencio administrativo es unilateral, porque a la otra parte se le exige comunicación constante, veraz, rápida y eficiente. 

Hay quienes dan limosna, compadecidos por las personas que mendigan, pero están en contra de que el Estado deba ayudar a estas personas a alcanzar su derecho a una vida digna. La caridad prevalece entonces sobre el sentido de justicia y toma su peor cara: se convierte en una virtud privada, individual y arbitraria. 

Las neuronas espejo, esas que causan la empatía, no funcionan de manera indiscriminada. La identificación, el reconocimiento de rasgos comunes, es un componente esencial para que se activen. 

Olvidamos que el origen de la pobreza es la desigualdad. Nos compadecemos al ver los síntomas de la enfermedad, pero preferimos ignorar el diagnóstico. 

No existe todavía un código deontológico para el tratamiento informativo de la pobreza. 

Las noticias que presentan a los "sin techo" como un inconveniente para los demás ciudadanos, obviando la perspectiva de que el verdadero drama es su misma existencia, fomentan la aporofobia. 

La pobreza jamás está en el centro del debate político.

lunes, 15 de enero de 2024

Almudena Grandes: LAS TRES BODAS DE MANOLITA

Desde su portada, Rubén Darío, expresión melancólica de ojos sedientos y tez cetrina, bendice con alcoholizada complicidad estas modestas reproducciones de su Poesía completa

Susurró con tanta violencia como si pudiera triturar cada sílaba entre los dientes. 

La guerra había hecho aflorar lo mejor, pero también lo peor de todos nosotros, hasta convertirnos en personas diferentes de las que habríamos seguido siendo en la paz. 

Los labios curvados en una sonrisa interior que apenas traicionaba hacia fuera un goce íntimo, secreto. 

El orgullo abrupto, desesperado, que le subió por la garganta como un aceite oscuro para impregnarle por dentro de un brillo espeso y negro. 

Empezó a percibir entre ambos una tensión casi física, como si las palabras que no se decían fueran capaces de calentar el aire que mediaba entre sus cabezas para provocar una tormenta en miniatura, con sus rayos, y sus truenos, y sus relámpagos.

La única mujer irresistible es la que no se consigue a tiempo.

La conversación se deslizó hacia terrenos progresivamente comprometidos con la misma naturalidad con la que una combinación de raso se iba arrugando alrededor de su cuerpo, para desvelar una perfección a la que la ropa no hacía justicia. 

Sus ojos se escaparon, revolotearon por la habitación como dos mariposas asustadas. 

Cabalgaba sobre las ruinas ajenas con la misma naturalidad con la que sabía que otros cabalgarían pronto sobre la mía.

Las palabras parecían partirse por la mitad, como ampollas llenas de veneno, al salir de su boca. 

Sus palabras, asombrosamente serenas, crearon un silencio instantáneo, pesado como las nubes que transportan las tormentas. 

Como si la esperanza fuera otra epidemia capaz de prosperar en la miseria. 

Sentía que su columna vertebral se convertía en una cadena de espinas de hielo. Podía escuchar el sonido de la escarcha bajo su piel. 

Seguía en el mismo sitio, con los brazos muy tiesos, las manos muy juntas, apretando el asa del bolso como si fuera un ancla que la mantuviera de pie, mientras le miraba con los ojos esmaltados, aún brillantes. 

Aún no había encontrado un truco para habitar con serenidad dentro de sí mismo. 

Las guerras se ganan también en la retaguardia. 

La humillante tiranía de la vejez. 

Lloraba como si pretendiera quedarse hueca, vaciarse entera por los ojos.

Me asaltó la tentación de no creer, de desmentir las imágenes que brincaban entre las paredes de mi cabeza, las palabras que daban cuerda a mi memoria para convertirla en una máquina tonta, un mecanismo sin fin, detenido en un movimiento circular. 

Estaba envuelta en colores más sombríos, una textura áspera, espinosa, el sabor amargo que seca la boca de quien se despierta en medio de una pesadilla.  

Dios aprieta, y además ahoga, pero nada puede salir mal eternamente. 

Sentí que todos mis huesos se ahuecaban de golpe. 

Si supieran cómo les odio me tendrían miedo. 

Mirar al otro con una intensidad capaz de fulminar las alambradas, de borrar cada nudo, cada clavo, hasta deshacerlos con los ojos. 

Aquellos minutos eran preciosos, balsámicos como una medicina para un enfermo, una ilusión tibia, insensata, o esos sueños donde los muertos siguen estando vivos. 

Sentía que mi estómago se volvía cada vez más pequeño, como si unas tenazas lo estuvieran doblando, plegándolo una y otra vez.

El cielo, blanquecino y sedoso como como la panza de un burro. 

Nuestra obligación es arrancar las ramas antes de que lleguen a troncos. 

Experimentó un alivio semejante a la paz. 

Sintió que las piernas le temblaban como dos montones de gelatina. 

Seguía la estela de un velo negro, aquel hábito que flotaba sobre el suelo como si los pies que ocultaba fueran dos alas imposibles, horizontales.

Caminaba erguida, con un aplomo que agitaba los pliegues de su ropa como las olas de un mar nocturno.

No es justo que los hijos paguen por las culpas de sus padres. 

Se miraron sin decir nada, durante un instante que se les hizo tan largo como el silencio de dos amantes, dos enemigos que se midieran con los ojos después de empuñar los sables con los que iban a batirse en duelo. 

Vio el cielo casi azul bajo la gasa de unas nubes que se deshilachaban lentamente.

El calor del sol ya había disuelto la amenaza de las nubes. 

El miedo y el asombro se aliaron para hacerla temblar. 

El silencio que sucedió a sus palabras se hizo caliente, espeso como una nube cargada de agua. 

El bastidor de madera encuadró su rostro, desencajado y pálido, como el marco de un retrato. 

Ni siquiera Dios podía tener tanta fuerza en los dedos como para seguir apretando y ahogándome a la vez. 

Sus ojos parecían pájaros inquietos, incapaces de encontrar un lugar donde posarse. 

Me sorprendió el tono de mi voz, tan apacible como una nube blanca que ignorara la tormenta que germinaba en su interior. 

Mantuve las lágrimas a raya en el borde de mis párpados como si presintiera que me harían falta después. 

El sol incendiaba el asfalto como si fuera la parrilla de una inmensa cocina que reservara su temperatura suprema, más concentrada, para el horno que se extendía bajo tierra. 

Idéntico el hueco que cada nueva carta abría en mi cuerpo agujereado, incapaz de abrigar tantos adioses. 

Gargantas mudas y todavía calientes en la temperatura de sus últimos gritos. 

Sentía que mi pecho encogía al mismo ritmo en que crecía mi corazón, oprimiendo mis pulmones para ahogarme un poco más en cada bocanada del aire que respiraba. 

Miraban con esa tierna nostalgia que los enamoramientos ajenos despiertan en la memoria de quienes los han probado alguna vez. 

El universo entero cabía en mi boca, en su boca, en aquel beso que me estaba enseñando que yo era grande, que era única, una mujer afortunada, poderosa, dueña de una plenitud desconocida. 

Llevaba la sombra de la cárcel cosida a sus ropas y una jaula de metal alrededor del pecho, el efecto de un dolor propio y ajeno. 

La carretera de nuevo una cinta que dividía la inmensidad del campo en dos mitades. 

Me sentía tan brillante como si un enjambre de libélulas coronara mi cabeza. 

El amor hace mejores a las personas. 

La miseria engendra miseria, la pobreza, avaricia, la desgracia, indiferencia. 

Pensar era sentir los dientes de un perro rabioso clavados en el núcleo del cerebro, detrás de mis ojos, de mis oídos, mordiendo, hiriendo, agitándolo todo para obligarme a sumar y restar cifras absurdas, como si la crueldad, la clemencia, fueran números exactos, dóciles y moldeables, sujetos a las reglas de un destino racional. 

La vida era una posibilidad dudosa, un pez sin ojos, un musgo inerte. 

Pude colgar mi sonrisa de la suya. 

En mi voz temblaba un hilo que se hacía cada vez más tenso, más delgado, tan frágil como una hebra de cristal.

Sentía que una fuerza desconocida tiraba de mí, que un poder oscuro guiaba mis pasos por un rumbo torcido, perverso y sin sentido, como si un gigantesco imán se moviera debajo de la tierra para atraerme, para aturdirme y confundir mis pasos.

En mis manos vacías no había espacio para mi dignidad, ni para la dignidad de nadie. 

Un río de metal derretido reemplazaba a la sangre para pesarme en las venas, y me sentía marcada, tan expuesta a las miradas de los desconocidos que andaban por la calle como si estuviera desnuda, como si todos aquellos hombres y mujeres pudieran verme por dentro, escandalizarse de lo que veían, apiadarse o reírse de mí. 

El mundo, por definición, no se acaba nunca. 

El terror le ahuecaba las vísceras para hacerle consciente de todas y cada una de las moléculas que conformaban su piel, su carne, su rostro y su esqueleto. 

El paso de los días se había apresurado a desterrarle antes de tiempo a una remota región de mi memoria, el almacén de recuerdos dudosos donde guardaba el olor de mi madre. 

Sus abrazos me mortificaron como esas heridas viejas, amortiguadas, latentes, que se despiertan con los cambios de tiempo para resucitar un dolor nuevo e intacto bajo la trampa de sus sonrosadas cicatrices. 

Me dejé mecer por su voz, el arrullo tierno, zalamero, que limaba las aristas de una verdad deformada, de contornos progresivamente blandos, redondeados como los cantos de las mentiras. 

El silencio dejó de ser un compañero apacible para interponerse entre nosotros como una distancia sin forma, una separación invisible, tan eficaz como la alambrada de la cárcel. 

La luz arrancaba destellos dorados de su piel y mi mirada le favorecía. 

Me gustaba tanto mirarle que mis ojos le embellecían más que el sol. 

Apenas lograba reconocer mi voz, un hilo fragilísimo, encarnado como mis mejillas, y tan tenso que cuando sus dedos apretaron los míos se partió en la mitad de una palabra. 

La primavera apoderándose del color del cielo, de los brazos desnudos de las muchachas y la brisa que agitaba con suavidad las hojas de los árboles. 

Volcó sobre ella una mirada más oscura que la pintura que emborronaba sus ojos. 

Sólo tenía dos brazos, sólo dos manos, y no podía sostener sin ayuda un edificio que se estaba derrumbando por sus cuatro esquinas. 

Apuró aquella exaltación erizada de púas, sombría de pronósticos, que se parecía a la felicidad pero llegaba demasiado tarde, y soportaba demasiadas culpas, y tenía fecha de caducidad, un límite visible, demasiado inminente como para vivirla a medias. 

Experimentó una extraña calma, una serenidad blanca, fría, que espesaba el aire mientras el tiempo se impregnaba de gravedad. 

Una lentitud que brotaba de sí misma obligaba a cada segundo a detenerse un instante antes de desaparecer para darle la oportunidad de verse desde fuera, una mujer adulta, tranquila. 

Avanzaba un paso, luego otro, sin descomponerse, sin mostrar a nadie la blancura despiadada, deslumbrante, del fuego helado que ardía sin quemarla en su interior.

Su voz pulverizó el silencio de piedra que había sucedido a sus palabras. 

Su cara, pálida como la cera, alumbraba los colores de la vergüenza. 

Hasta que un día no lloró más, porque el terror se había infiltrado en su piel, había encontrado un hogar bajo sus uñas, entre los resquicios de sus dientes, y ya no podía existir sin él, y el terror ya no podía vivir sin ella. Los dos formaban una sola cosa, un solo cuerpo, una sola mente, una naturaleza seca, insensible, con dos ojos que servían para acechar caminos por donde escapar, no para producir lágrimas. 

Sentía la inmortalidad como si fuera una cosa, como si pudiera tocarla, morderla, bebérsela. 

El llanto retornó a sus ojos sin que ella lo buscara, en los pliegues más dulces de las mejores noches, y las lágrimas vencieron a la memoria del dolor sin desterrarlo nunca del todo. 

La emoción esmaltó sus ojos. 

Una mirada risueña como una promesa de armonía, solemne como una alianza. 

Sus ojos se volvieron misteriosamente claros, casi líquidos. 

Aquellos ojos transparentes, acuáticos, como recién nacidos. 

El suelo hizo un ruido pequeño, crujiente como el de las hojas secas, para quejarse de mis tacones. 

La paja asomaba por debajo como el flequillo tieso de una bruja. 

Una hilera de macetas de geranios adornaban la fachada como un zócalo de llamas rojas y rizadas. 

Caminaban con la vista fija en una acera que tenía el ingrato don de reflejar las preocupaciones como un espejo. 

Había llegado a olvidar que la naturaleza de la ambición es la insaciabilidad, desear más, siempre más, temer cada vez más lo que más se desea. 

Aquel abismo rojizo, absorbente, se extendió sobre las calles como una alfombra de colores intensos, una marea espesa que me llamaba, y me asustaba, y volvía a llamarme, susurrando mi nombre como la fórmula de una promesa incumplida mientras yo avanzaba haciendo equilibrios sobre la punta de un pie. 

Tuve que imponer mi voluntad a la de mis nervios, que estrujaban mi estómago como las manos de una lavandera experta retorcían una sábana recién lavada. 

El placer era un misterio con color, con tacto y con sabor, brillante como la cola de un pavo real, sedoso como la caricia de una pluma, tan sólido que podía masticarse en el aire. 

No había aprendido nada de la ambición, de su insaciable naturaleza, hasta que se separó de mí para marcar mi piel con la llaga imaginaria de su ausencia. 

Levantó la cabeza para mirarme desde la fina línea que separa el recelo de la extrañeza. 

La alegría es un arma superior al odio, las sonrisas más útiles, más feroces que los gestos de rabia y desaliento. 

Sonrió con una esquina de la boca. 

Fueron besos corrientes, propios de personas acostumbradas a besarse cada vez que se ven.

Los españoles nunca estamos preparados para ser felices.

domingo, 7 de enero de 2024

Almudena Grandes: MALENA ES UN NOMBRE DE TANGO

El aire caliente tropezaba en mi cara, mi pelo bailaba, el sol parecía contento y yo también lo estaba. 

Siempre me ha gustado lo de dentro, los sabores más dulces y los más salados, los fuegos artificiales y las noches sin luna, las historias de miedo y las películas de amor, las palabras sonoras y las ideas antiguas. Aspiro solamente a milagros pequeños, ordinarios, como ciertos postres de pueblo, y prefiero la mermelada de fresa, como la mayor parte de la gente que conozco, pero hace muy poco tiempo que descubrí que no soy vulgar por eso. Me ha llevado toda la vida aprender que la distinción no se esconde en la amarga fibra de las naranjas. 

Un capullo enferme de vértigo cuyos pétalos codiciaban alarmantemente el suelo. 

Sus cejas, dos bestiales trazos negros para subrayar la dureza de un rostro incapaz de cualquier matiz, estaban ya tan cerca la una de la otra que parecían a punto de unirse para siempre. 

Su voz era delgada y aguda, como la de un bebé que está aprendiendo a hablar. 

Aquella voz que parecía quebrar las palabras antes de terminar de pronunciarlas. 

Me dolían los bordes de las uñas como si les costara trabajo acoplarse con mis dedos. 

El mundo se había desplomado sobre mis hombros y ni siquiera me sentía con fuerzas para enterrarlo. 

Sus sonrisas se convirtieron en ensayadas muecas de escayola. 

Me acostumbré a verme reflejada en ella, en su fortaleza herida de debilidad, en su cinismo podrido de inocencia, en su brusquedad carcomida por la mansedumbre, en todos sus defectos, que hice míos, y en la virtud de su propia existencia, que hacía mi existencia tolerable. 

Nuestra memoria no alcanzaba a veinte años, y nada de lo que habitaba en ella nos consentía aún compadecernos de nosotros mismos. 

Las gotas caían con tal fuerza que parecían arrancar escamas transparentes de la piel de todas las cosas. 

El sonido de las gotas que se estrellaban contra todas las cosas había perdido cualquier resonancia metálica para convertirse en el sordo chapoteo que genera el agua al vertirse sobre más agua. 

La fealdad es una de las taras más injustas, y la más difícil de ocultar al mismo tiempo, pero esta desgracia, cuya intensidad se modifica como la piel del camaleón al contacto con el ambiente, puede llegar a ser una tragedia si quien la padece está rodeado de gente guapa. 

Estaba tan nerviosa como pueda estarlo un enfermo que contempla cómo se apaga su vida sobre la pantalla de un monitor, pero escogía cada palabra como si la correcta combinación de todas ellas pudiera generar una milagrosa fórmula capaz de detener el tiempo. 

Advertí por primera vez la rácana consistencia de la realidad, la fugacidad insoportable que destiñe, apenas se produce, el color de un instante que se deseado tanto. 

La realidad se mostró generosa. Sencillamente, se evaporó. 

La ternura de los débiles es una virtud barata. 

Proseguí, liberando las lágrimas que me dolían ya en el borde de los ojos. 

Le encantaba la ciudad en agosto, cuando estaba tan desierta como un anciano burgo sitiado por la peste negra. 

A medida que la pequeña desesperación de las cosas prácticas iba cediendo, la gran desesperación de una vida rota iba ocupando lentamente su espacio. 

Cuando dejas de ver tus cosas encima de tu mesa, es como si se desvaneciera tu memoria, como si tu personalidad te desintegrara, como si dejaras de ser tú, para ser una persona cualquiera, de esas que te cruzas todos los días por la calle. 

Su sangre desmintiendo todavía la nieve inmaculada.

Sus labios dibujaban una boca tan consciente de sí misma que en aquel momento logró parecerme obscena. 

-Es verdad eso de que el mundo es un pañuelo. 

-Y está lleno de mocos. 

Mi cuerpo pesaba tanto como si mis venas estuvieran rellenas de plomo fundido.

Tuve la impresión de que el aire estaba cargado de electricidad, pero siempre he sentido algo parecido cuando me zambullo por sorpresa en una noche de verano. 

No es fácil encontrar flotadores en enero, y tampoco taxis en las mañanas de lluvia. 

En aquella época nada parecía moverse, equilibrarse o cambiar, como si el tiempo se divirtiera jugando a imitarse perversamente a sí mismo. 

Era agradable caminar cuesta abajo, sintiendo en la espalda la delgadez del viento de verano. 

Sentí cómo se congelaban mis labios, y cómo mi lengua se desecaba hasta convertirse en una esponja deshilachada e inservible, y cómo el aire se solidificaba de repente para crear el espacio fluido que rellenó en un instante mi garganta. 

Le di la espalda y seguí leyendo, hasta que una punzada de dolor purísimo, una muerte abreviada y auténtica, me golpeó en el centro del pecho, y para soportarla me doblé hacia delante, y seguí leyendo, me seguí muriendo de aquella muerte seca que me mataba desde hacía tiempo, y celebré cada zarpazo como una caricia, cada dentellada como un beso, cada herida como un triunfo, y seguí leyendo, y la boca se me llenó de un sabor tan amargo que espantó a mi propia lengua, el aliento atroz de lo podrido corroyendo mis dientes, royendo mis encías, descomponiendo mi carne, habría jurado que no estaba llorando aunque mi piel quemaba, y seguí leyendo. 

Estaba tan cerca de ella que la oía respirar, y mi olfato registraba el pánico que emanaba de su aliento como un mudo consuelo.

viernes, 5 de enero de 2024

Joël Dicker: LA VERDAD SOBRE EL CASO HARRY QUEBERT

Huyas donde huyas, tus problemas se menten en tu maleta y te siguen a cualquier parte. 

El arrepentimiento es un concepto que no me gusta: significa que no asumimos lo que hemos sido. 

Todo el mundo tiene demonios. La cuestión es simplemente saber hasta qué punto esos demonios son tolerables.

-¿Y cómo sabe uno que es escritor?

-Nadie sabe que es escritor. Son los demás los que se lo dicen. 

 La vida es una larga caída. Lo más importante es saber caer. 

Pensé que una estrella fugaz era una estrella muy bonita que tenía miedo de brillar, y huía lo más lejos posible. 

Un texto no es nunca perfecto. Simplemente hay un momento en el que es menos malo que antes.  

La vida, en términos generales, no tiene sentido. 

Ser escritor es estar vivo. 

Si no tiene el valor de salir a correr bajo la lluvia, no tendrá el valor de escribir un libro. 

La justicia no es la suma de simples hechos: es un trabajo mucho más complejo. 

Si los escritores son seres tan frágiles es porque pueden conocer dos clases de dolor afectivo, es decir, el doble que los seres humanos normales: las penas de amor y las penas de libro. Escribir un libro es como amar a alguien: puede ser muy doloroso. 

No sé si los escritores son solitarios o es la soledad la que empuja a escribir. 

La libertad, el deseo de libertad es una guerra en sí mismo. Vivimos en una sociedad de empleados de oficina resignados y, para salir de esa trampa, hay que luchar a la vez contra uno mismo y contra el mundo entero. La libertad es un combate continuo del que somos poco conscientes. 

El amor no es una obligación. 

Nunca se está seguro de nada. Por eso la existencia se vuelve muy complicada a veces. 

La enfermedad del escritor no es la de no poder escribir más: es la de no querer escribir más y ser incapaz de dejarlo. 

¿Sabe cuál es el único modo de medir cuánto se ama a alguien? Perdiendo a esa persona.

Lo importante no es la caída, porque la caída es inevitable, lo importante es saber levantarse. 

La vida tiene muy poco sentido y escribir da sentido a la vida. 

Hay un agradable olor a vacaciones.  

En esta sociedad los hombres a los que más admiramos son los que ponen en pie rascacielos, puentes e imperios. Pero en realidad, los más nobles y admirables son aquéllos capaces de poner en pie el amor. Porque es la mayor y la más difícil de las empresas. 

La vida es una sucesión de elecciones que después hay que asumir. 

Las palabras son de todos, hasta que uno demuestra que es capaz de apropiarse de ellas. Eso es lo que define a un escritor. 

Nuestra sociedad ha sido concebida de tal forma que hay que elegir continuamente entre razón y pasión. La razón nunca ha servido de nada y la pasión a menudo es destructiva. 

-¿Cuánto tiempo se necesita para escribir un libro?

-Depende. 

-¿Depende de qué?

-De todo. 

El día ya no era más que un halo que flotaba por encima del horizonte. 

El amor es un truco que se inventaron los hombres para no tener que lavarse la ropa. 

La vida es como una carrera a pie: siempre habrá gente más rápida o más lenta que usted. Todo lo que cuenta al final es la voluntad que ha puesto en recorrer el camino. 

Publicar significa que lo que se ha escrito en compañía de la soledad se escapa de pronto de las manos y desaparece entre la gente. 

Aprenda a amar sus derrotas, pues son las que le construirán. Son sus derrotas las que darán sabor a sus victorias. 

Escribir significa que es usted capaz de sentir mejor que los demás y transmitirlo después. Escribir es permitir a sus lectores ver lo que a veces no pueden ver. Si sólo los huérfanos contasen historias de huérfanos, no llegaríamos a ninguna parte. Eso significaría que no podría usted hablar de madres, de padres, de perros o de pilotos de avión, ni de la Revolución Rusa, porque no es usted ni madre, ni padre, ni perro, ni piloto de avión y no ha conocido la Revolución Rusa. Y si todos los escritores debieran limitarse a sí mismos, la literatura sería espantosamente triste y perdería todo su sentido. Tenemos derecho a hablar de todo, de todo lo que nos conmueve. Y no existe nadie que pueda juzgarnos por eso. Somos escritores porque hacemos diferente una cosa que todo el mundo a nuestro alrededor sabe hacer: escribir. Ahí reside todo nuestro ingenio. 

No escriba para que le lean: escriba para ser escuchado.  

Quien arriesga gana. 

Anhele el amor. Haga de él su más hermosa conquista, su única ambición. Después de los hombres, habrá otros hombres. Después de los libros, hay otros libros. Después de la gloria, hay otras glorias. Después del dinero, hay más dinero. Pero después del amor, no queda más que la sal de las lágrimas. 

El poder de los escritores es que deciden el final del libro. Tienen el poder de hacer vivir o de hacer morir, tienen el poder de cambiarlo todo. Los escritores tienen en sus dedos una fuerza que, a menudo, ni siquiera sospechan. Les basta con cerrar los ojos para cambiar radicalmente el curso de una vida. 

Un nuevo libro es una nueva vida que empieza. Es también un momento de gran altruismo: ofrece usted, a quien quiera descubrirla, una parte de sí mismo.

-Cuando llegue al final del libro ofrezca a sus lectores un giro argumental de último minuto. 

-¿Por qué?

-Porque hay que tener al lector en vilo hasta el último momento. Es como cuando juega a las cartas: debe guardar algunos triunfos para el final. 

Escrbir es como boxear, pero también es como correr. Si tiene la fuerza moral de para realizar carreras largas, bajo la lluvia, con frío, si tiene la fuerza de terminar, de poner en ello toda su fortaleza, todo su corazón, y llegar hasta el final, entonces será capaz de escribir. No deje nunca que se lo impida el cansancio o el miedo. Al contrario, utilícelos para avanzar.

El último capítulo de un libro siempre debe ser el más hermoso. 

La verdad no cambia nada de lo que puede uno sentir por otro. Es el gran drama de los sentimientos. 

Cuando se ama, se es más fuerte. Se es más grande. Se llega más lejos. 

Los libros son como la vida. Nunca se terminan del todo.

Un buen libro no se mide sólo por sus últimas palabras, sino por el efecto colectivo de todas las palabras precedentes. Apenas medio segundo después de haber terminado el libro, tras haber leído la última palabra, el lector debe sentirse invadido por un fuerte sentimiento; durante un instante, sólo debe pensar en todo lo que acaba de leer, mirar la portada y sonreír con un gramo de tristeza porque va a echar de menos a todos los personajes. Un buen libro es un libro que uno se arrepiente de terminar.