La distancia de la cautela.
El silencio se agranda.
Aguanta todo lo que puede con los ojos abiertos. Después, aprieta los párpados y juega a perseguir manchitas de colores.
Es una voz de mujer clara y grave, una voz ambigua, ligeramente masculina, estruendosa, pero con el estruendo limpio de una ola que se estrellara contra un malecón, una voz que la envuelve y la lleva hacia arriba y luego hacia abajo.
El musgo acumulándose en el tronco del olmo siberiano, extendiéndose hacia arriba como el perfil de un mapa.
Cuando una cosa -cualquier cosa- se mira muy de cerca, siempre se acaba amándola.
Balconcitos que recuerdan bebederos de jaulas de canarios.
Sus palabras sonaban tan falsas que arañaban.
Le devuelve una mirada húmeda y larga.
Un conocido ha sido previamente un desconocido.
No hay nada malo en enamorarse. Es como si el mundo entero se untara de mantequilla y todo fuese más sabroso y mejor.
Todo el mundo se ríe de las hermanas, de las esposas y de las madres, o insulta a través de ellas.
No le pregunta por qué llora. Una pregunta así es superflua: uno debería ser capaz de intuirlo.
El aire frío, el invierno acercándose, el viento como síntoma de la amenaza.
Las frases son contradictorias, están llenas de mentiras que son como aristas, de tanto como pinchan.
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