martes, 4 de agosto de 2020

Mary Shelley: FRANKENSTEIN

Nada ayuda tanto a apaciguar el espíritu como un objetivo claro, una meta sobre la que fijar los ojos del alma.

Los hombres somos seres incompletos. Vivimos tan sólo a medias si alguien más sabio, mejor que nosotros mismos (cosa que debe ser un verdadero amigo) no está a nuestro lado para ayudarnos, para mejorar nuestra débil e imperfecta naturaleza.

Es sin duda muy largo el tiempo que debe transcurrir antes de que uno pueda hacerse con resignación a la idea de que nunca más volverá a ver al ser querido que, día y noche, había tenido a su lado y cuya vida parecía formar parte de la propia. Aceptar que el fulgor de sus amados ojos se ha oscurecido para siempre y que su voz, tan familiar y tan dulce, nunca más podrá ser oída. Semejantes pensamientos obsesionan durante los primeros días del luto. Pero sólo cuando el transcurso del tiempo expone claramente la implacable realidad de aquella pérdida, la pesadumbre se adueña del espíritu en toda su inmensidad.

Cuánto más dichoso es el hombre que considera a su pueblo natal como centro del universo que aquél que desea ser más grande de lo que su naturaleza le permite.

Para aproximarse a la perfección, un hombre debería conservar siempre la calma y la tranquilidad de espíritu sin permitir jamás que ésta fuera turbada por una pasión o un deseo momentáneo. No creo que la búsqueda del saber sea una excepción a esta regla. Si el estudio al que uno se consagra puede llegar a destruir su gusto por los placeres sencillos que no pueden ser mixtificados, entonces este estudio es indiscutiblemente negativo, es decir, no es conveniente a la naturaleza humana. Si hubiéramos siempre observado esta norma, si jamás un ser humano se hubiera permitido, por el motivo que fuese, comprometer la causa de sus afectos domésticos, Grecia no hubiese caído en la esclavitud, César habría salvado a su país, América se hubiera descubierto más pausadamente y los imperios de México y de Perú no hubieran sido destruidos.

La tristeza desmesurada anula la posibilidad del consuelo y la alegría, hasta puede impedir que quien sufre cumpla las tareas diarias sin las que nadie es digno de ocupar un lugar en la sociedad.

¿Por qué la falsedad puede parecerse tanto a lo cierto que impida siempre asegurar una felicidad duradera?

Si nuestros impulsos fueran sólo los del hambre y la sed, los del deseo, estaríamos muy cerca de la libertad. Pero, debido a nuestra naturaleza, el menor soplo basta para conmovernos; sólo una palabra, incluso la mera imagen que esta palabra puede despertar en nuestra alma.

¡Qué extraña es la sabiduría! Se aferra al espíritu del que ha tomado posesión como el liquen se aferra a la roca.

¡Ay, qué mudables son los sentimientos del hombre! ¡Qué extraño es nuestro amor a la vida! ¡No queremos desprendernos de ella aunque sólo nos conceda penas y sufrimientos!

Los desgraciados pueden resignarse, pero no los culpables.

Nada hace sufrir más al alma que una mutación repentina y profunda.

Los compañeros de la niñez tienen sobre nuestra alma una influencia que no puede suplir ningún amigo conocido con posterioridad. Saben de nuestras primeras inclinaciones que, pese a que se hayan modificado más tarde, no se borran jamás de nuestro espíritu y pueden, gracias a ello, juzgar mejor nuestros actos y ver con mayor claridad la honestidad de sus motivos.