El aire caliente tropezaba en mi cara, mi pelo bailaba, el sol parecía contento y yo también lo estaba.
Siempre me ha gustado lo de dentro, los sabores más dulces y los más salados, los fuegos artificiales y las noches sin luna, las historias de miedo y las películas de amor, las palabras sonoras y las ideas antiguas. Aspiro solamente a milagros pequeños, ordinarios, como ciertos postres de pueblo, y prefiero la mermelada de fresa, como la mayor parte de la gente que conozco, pero hace muy poco tiempo que descubrí que no soy vulgar por eso. Me ha llevado toda la vida aprender que la distinción no se esconde en la amarga fibra de las naranjas.
Un capullo enferme de vértigo cuyos pétalos codiciaban alarmantemente el suelo.
Sus cejas, dos bestiales trazos negros para subrayar la dureza de un rostro incapaz de cualquier matiz, estaban ya tan cerca la una de la otra que parecían a punto de unirse para siempre.
Su voz era delgada y aguda, como la de un bebé que está aprendiendo a hablar.
Aquella voz que parecía quebrar las palabras antes de terminar de pronunciarlas.
Me dolían los bordes de las uñas como si les costara trabajo acoplarse con mis dedos.
El mundo se había desplomado sobre mis hombros y ni siquiera me sentía con fuerzas para enterrarlo.
Sus sonrisas se convirtieron en ensayadas muecas de escayola.
Me acostumbré a verme reflejada en ella, en su fortaleza herida de debilidad, en su cinismo podrido de inocencia, en su brusquedad carcomida por la mansedumbre, en todos sus defectos, que hice míos, y en la virtud de su propia existencia, que hacía mi existencia tolerable.
Nuestra memoria no alcanzaba a veinte años, y nada de lo que habitaba en ella nos consentía aún compadecernos de nosotros mismos.
Las gotas caían con tal fuerza que parecían arrancar escamas transparentes de la piel de todas las cosas.
El sonido de las gotas que se estrellaban contra todas las cosas había perdido cualquier resonancia metálica para convertirse en el sordo chapoteo que genera el agua al vertirse sobre más agua.
La fealdad es una de las taras más injustas, y la más difícil de ocultar al mismo tiempo, pero esta desgracia, cuya intensidad se modifica como la piel del camaleón al contacto con el ambiente, puede llegar a ser una tragedia si quien la padece está rodeado de gente guapa.
Estaba tan nerviosa como pueda estarlo un enfermo que contempla cómo se apaga su vida sobre la pantalla de un monitor, pero escogía cada palabra como si la correcta combinación de todas ellas pudiera generar una milagrosa fórmula capaz de detener el tiempo.
Advertí por primera vez la rácana consistencia de la realidad, la fugacidad insoportable que destiñe, apenas se produce, el color de un instante que se deseado tanto.
La realidad se mostró generosa. Sencillamente, se evaporó.
La ternura de los débiles es una virtud barata.
Proseguí, liberando las lágrimas que me dolían ya en el borde de los ojos.
Le encantaba la ciudad en agosto, cuando estaba tan desierta como un anciano burgo sitiado por la peste negra.
A medida que la pequeña desesperación de las cosas prácticas iba cediendo, la gran desesperación de una vida rota iba ocupando lentamente su espacio.
Cuando dejas de ver tus cosas encima de tu mesa, es como si se desvaneciera tu memoria, como si tu personalidad te desintegrara, como si dejaras de ser tú, para ser una persona cualquiera, de esas que te cruzas todos los días por la calle.
Su sangre desmintiendo todavía la nieve inmaculada.
Sus labios dibujaban una boca tan consciente de sí misma que en aquel momento logró parecerme obscena.
-Es verdad eso de que el mundo es un pañuelo.
-Y está lleno de mocos.
Mi cuerpo pesaba tanto como si mis venas estuvieran rellenas de plomo fundido.
Tuve la impresión de que el aire estaba cargado de electricidad, pero siempre he sentido algo parecido cuando me zambullo por sorpresa en una noche de verano.
No es fácil encontrar flotadores en enero, y tampoco taxis en las mañanas de lluvia.
En aquella época nada parecía moverse, equilibrarse o cambiar, como si el tiempo se divirtiera jugando a imitarse perversamente a sí mismo.
Era agradable caminar cuesta abajo, sintiendo en la espalda la delgadez del viento de verano.
Sentí cómo se congelaban mis labios, y cómo mi lengua se desecaba hasta convertirse en una esponja deshilachada e inservible, y cómo el aire se solidificaba de repente para crear el espacio fluido que rellenó en un instante mi garganta.
Le di la espalda y seguí leyendo, hasta que una punzada de dolor purísimo, una muerte abreviada y auténtica, me golpeó en el centro del pecho, y para soportarla me doblé hacia delante, y seguí leyendo, me seguí muriendo de aquella muerte seca que me mataba desde hacía tiempo, y celebré cada zarpazo como una caricia, cada dentellada como un beso, cada herida como un triunfo, y seguí leyendo, y la boca se me llenó de un sabor tan amargo que espantó a mi propia lengua, el aliento atroz de lo podrido corroyendo mis dientes, royendo mis encías, descomponiendo mi carne, habría jurado que no estaba llorando aunque mi piel quemaba, y seguí leyendo.
Estaba tan cerca de ella que la oía respirar, y mi olfato registraba el pánico que emanaba de su aliento como un mudo consuelo.
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