lunes, 15 de enero de 2024

Almudena Grandes: LAS TRES BODAS DE MANOLITA

Desde su portada, Rubén Darío, expresión melancólica de ojos sedientos y tez cetrina, bendice con alcoholizada complicidad estas modestas reproducciones de su Poesía completa

Susurró con tanta violencia como si pudiera triturar cada sílaba entre los dientes. 

La guerra había hecho aflorar lo mejor, pero también lo peor de todos nosotros, hasta convertirnos en personas diferentes de las que habríamos seguido siendo en la paz. 

Los labios curvados en una sonrisa interior que apenas traicionaba hacia fuera un goce íntimo, secreto. 

El orgullo abrupto, desesperado, que le subió por la garganta como un aceite oscuro para impregnarle por dentro de un brillo espeso y negro. 

Empezó a percibir entre ambos una tensión casi física, como si las palabras que no se decían fueran capaces de calentar el aire que mediaba entre sus cabezas para provocar una tormenta en miniatura, con sus rayos, y sus truenos, y sus relámpagos.

La única mujer irresistible es la que no se consigue a tiempo.

La conversación se deslizó hacia terrenos progresivamente comprometidos con la misma naturalidad con la que una combinación de raso se iba arrugando alrededor de su cuerpo, para desvelar una perfección a la que la ropa no hacía justicia. 

Sus ojos se escaparon, revolotearon por la habitación como dos mariposas asustadas. 

Cabalgaba sobre las ruinas ajenas con la misma naturalidad con la que sabía que otros cabalgarían pronto sobre la mía.

Las palabras parecían partirse por la mitad, como ampollas llenas de veneno, al salir de su boca. 

Sus palabras, asombrosamente serenas, crearon un silencio instantáneo, pesado como las nubes que transportan las tormentas. 

Como si la esperanza fuera otra epidemia capaz de prosperar en la miseria. 

Sentía que su columna vertebral se convertía en una cadena de espinas de hielo. Podía escuchar el sonido de la escarcha bajo su piel. 

Seguía en el mismo sitio, con los brazos muy tiesos, las manos muy juntas, apretando el asa del bolso como si fuera un ancla que la mantuviera de pie, mientras le miraba con los ojos esmaltados, aún brillantes. 

Aún no había encontrado un truco para habitar con serenidad dentro de sí mismo. 

Las guerras se ganan también en la retaguardia. 

La humillante tiranía de la vejez. 

Lloraba como si pretendiera quedarse hueca, vaciarse entera por los ojos.

Me asaltó la tentación de no creer, de desmentir las imágenes que brincaban entre las paredes de mi cabeza, las palabras que daban cuerda a mi memoria para convertirla en una máquina tonta, un mecanismo sin fin, detenido en un movimiento circular. 

Estaba envuelta en colores más sombríos, una textura áspera, espinosa, el sabor amargo que seca la boca de quien se despierta en medio de una pesadilla.  

Dios aprieta, y además ahoga, pero nada puede salir mal eternamente. 

Sentí que todos mis huesos se ahuecaban de golpe. 

Si supieran cómo les odio me tendrían miedo. 

Mirar al otro con una intensidad capaz de fulminar las alambradas, de borrar cada nudo, cada clavo, hasta deshacerlos con los ojos. 

Aquellos minutos eran preciosos, balsámicos como una medicina para un enfermo, una ilusión tibia, insensata, o esos sueños donde los muertos siguen estando vivos. 

Sentía que mi estómago se volvía cada vez más pequeño, como si unas tenazas lo estuvieran doblando, plegándolo una y otra vez.

El cielo, blanquecino y sedoso como como la panza de un burro. 

Nuestra obligación es arrancar las ramas antes de que lleguen a troncos. 

Experimentó un alivio semejante a la paz. 

Sintió que las piernas le temblaban como dos montones de gelatina. 

Seguía la estela de un velo negro, aquel hábito que flotaba sobre el suelo como si los pies que ocultaba fueran dos alas imposibles, horizontales.

Caminaba erguida, con un aplomo que agitaba los pliegues de su ropa como las olas de un mar nocturno.

No es justo que los hijos paguen por las culpas de sus padres. 

Se miraron sin decir nada, durante un instante que se les hizo tan largo como el silencio de dos amantes, dos enemigos que se midieran con los ojos después de empuñar los sables con los que iban a batirse en duelo. 

Vio el cielo casi azul bajo la gasa de unas nubes que se deshilachaban lentamente.

El calor del sol ya había disuelto la amenaza de las nubes. 

El miedo y el asombro se aliaron para hacerla temblar. 

El silencio que sucedió a sus palabras se hizo caliente, espeso como una nube cargada de agua. 

El bastidor de madera encuadró su rostro, desencajado y pálido, como el marco de un retrato. 

Ni siquiera Dios podía tener tanta fuerza en los dedos como para seguir apretando y ahogándome a la vez. 

Sus ojos parecían pájaros inquietos, incapaces de encontrar un lugar donde posarse. 

Me sorprendió el tono de mi voz, tan apacible como una nube blanca que ignorara la tormenta que germinaba en su interior. 

Mantuve las lágrimas a raya en el borde de mis párpados como si presintiera que me harían falta después. 

El sol incendiaba el asfalto como si fuera la parrilla de una inmensa cocina que reservara su temperatura suprema, más concentrada, para el horno que se extendía bajo tierra. 

Idéntico el hueco que cada nueva carta abría en mi cuerpo agujereado, incapaz de abrigar tantos adioses. 

Gargantas mudas y todavía calientes en la temperatura de sus últimos gritos. 

Sentía que mi pecho encogía al mismo ritmo en que crecía mi corazón, oprimiendo mis pulmones para ahogarme un poco más en cada bocanada del aire que respiraba. 

Miraban con esa tierna nostalgia que los enamoramientos ajenos despiertan en la memoria de quienes los han probado alguna vez. 

El universo entero cabía en mi boca, en su boca, en aquel beso que me estaba enseñando que yo era grande, que era única, una mujer afortunada, poderosa, dueña de una plenitud desconocida. 

Llevaba la sombra de la cárcel cosida a sus ropas y una jaula de metal alrededor del pecho, el efecto de un dolor propio y ajeno. 

La carretera de nuevo una cinta que dividía la inmensidad del campo en dos mitades. 

Me sentía tan brillante como si un enjambre de libélulas coronara mi cabeza. 

El amor hace mejores a las personas. 

La miseria engendra miseria, la pobreza, avaricia, la desgracia, indiferencia. 

Pensar era sentir los dientes de un perro rabioso clavados en el núcleo del cerebro, detrás de mis ojos, de mis oídos, mordiendo, hiriendo, agitándolo todo para obligarme a sumar y restar cifras absurdas, como si la crueldad, la clemencia, fueran números exactos, dóciles y moldeables, sujetos a las reglas de un destino racional. 

La vida era una posibilidad dudosa, un pez sin ojos, un musgo inerte. 

Pude colgar mi sonrisa de la suya. 

En mi voz temblaba un hilo que se hacía cada vez más tenso, más delgado, tan frágil como una hebra de cristal.

Sentía que una fuerza desconocida tiraba de mí, que un poder oscuro guiaba mis pasos por un rumbo torcido, perverso y sin sentido, como si un gigantesco imán se moviera debajo de la tierra para atraerme, para aturdirme y confundir mis pasos.

En mis manos vacías no había espacio para mi dignidad, ni para la dignidad de nadie. 

Un río de metal derretido reemplazaba a la sangre para pesarme en las venas, y me sentía marcada, tan expuesta a las miradas de los desconocidos que andaban por la calle como si estuviera desnuda, como si todos aquellos hombres y mujeres pudieran verme por dentro, escandalizarse de lo que veían, apiadarse o reírse de mí. 

El mundo, por definición, no se acaba nunca. 

El terror le ahuecaba las vísceras para hacerle consciente de todas y cada una de las moléculas que conformaban su piel, su carne, su rostro y su esqueleto. 

El paso de los días se había apresurado a desterrarle antes de tiempo a una remota región de mi memoria, el almacén de recuerdos dudosos donde guardaba el olor de mi madre. 

Sus abrazos me mortificaron como esas heridas viejas, amortiguadas, latentes, que se despiertan con los cambios de tiempo para resucitar un dolor nuevo e intacto bajo la trampa de sus sonrosadas cicatrices. 

Me dejé mecer por su voz, el arrullo tierno, zalamero, que limaba las aristas de una verdad deformada, de contornos progresivamente blandos, redondeados como los cantos de las mentiras. 

El silencio dejó de ser un compañero apacible para interponerse entre nosotros como una distancia sin forma, una separación invisible, tan eficaz como la alambrada de la cárcel. 

La luz arrancaba destellos dorados de su piel y mi mirada le favorecía. 

Me gustaba tanto mirarle que mis ojos le embellecían más que el sol. 

Apenas lograba reconocer mi voz, un hilo fragilísimo, encarnado como mis mejillas, y tan tenso que cuando sus dedos apretaron los míos se partió en la mitad de una palabra. 

La primavera apoderándose del color del cielo, de los brazos desnudos de las muchachas y la brisa que agitaba con suavidad las hojas de los árboles. 

Volcó sobre ella una mirada más oscura que la pintura que emborronaba sus ojos. 

Sólo tenía dos brazos, sólo dos manos, y no podía sostener sin ayuda un edificio que se estaba derrumbando por sus cuatro esquinas. 

Apuró aquella exaltación erizada de púas, sombría de pronósticos, que se parecía a la felicidad pero llegaba demasiado tarde, y soportaba demasiadas culpas, y tenía fecha de caducidad, un límite visible, demasiado inminente como para vivirla a medias. 

Experimentó una extraña calma, una serenidad blanca, fría, que espesaba el aire mientras el tiempo se impregnaba de gravedad. 

Una lentitud que brotaba de sí misma obligaba a cada segundo a detenerse un instante antes de desaparecer para darle la oportunidad de verse desde fuera, una mujer adulta, tranquila. 

Avanzaba un paso, luego otro, sin descomponerse, sin mostrar a nadie la blancura despiadada, deslumbrante, del fuego helado que ardía sin quemarla en su interior.

Su voz pulverizó el silencio de piedra que había sucedido a sus palabras. 

Su cara, pálida como la cera, alumbraba los colores de la vergüenza. 

Hasta que un día no lloró más, porque el terror se había infiltrado en su piel, había encontrado un hogar bajo sus uñas, entre los resquicios de sus dientes, y ya no podía existir sin él, y el terror ya no podía vivir sin ella. Los dos formaban una sola cosa, un solo cuerpo, una sola mente, una naturaleza seca, insensible, con dos ojos que servían para acechar caminos por donde escapar, no para producir lágrimas. 

Sentía la inmortalidad como si fuera una cosa, como si pudiera tocarla, morderla, bebérsela. 

El llanto retornó a sus ojos sin que ella lo buscara, en los pliegues más dulces de las mejores noches, y las lágrimas vencieron a la memoria del dolor sin desterrarlo nunca del todo. 

La emoción esmaltó sus ojos. 

Una mirada risueña como una promesa de armonía, solemne como una alianza. 

Sus ojos se volvieron misteriosamente claros, casi líquidos. 

Aquellos ojos transparentes, acuáticos, como recién nacidos. 

El suelo hizo un ruido pequeño, crujiente como el de las hojas secas, para quejarse de mis tacones. 

La paja asomaba por debajo como el flequillo tieso de una bruja. 

Una hilera de macetas de geranios adornaban la fachada como un zócalo de llamas rojas y rizadas. 

Caminaban con la vista fija en una acera que tenía el ingrato don de reflejar las preocupaciones como un espejo. 

Había llegado a olvidar que la naturaleza de la ambición es la insaciabilidad, desear más, siempre más, temer cada vez más lo que más se desea. 

Aquel abismo rojizo, absorbente, se extendió sobre las calles como una alfombra de colores intensos, una marea espesa que me llamaba, y me asustaba, y volvía a llamarme, susurrando mi nombre como la fórmula de una promesa incumplida mientras yo avanzaba haciendo equilibrios sobre la punta de un pie. 

Tuve que imponer mi voluntad a la de mis nervios, que estrujaban mi estómago como las manos de una lavandera experta retorcían una sábana recién lavada. 

El placer era un misterio con color, con tacto y con sabor, brillante como la cola de un pavo real, sedoso como la caricia de una pluma, tan sólido que podía masticarse en el aire. 

No había aprendido nada de la ambición, de su insaciable naturaleza, hasta que se separó de mí para marcar mi piel con la llaga imaginaria de su ausencia. 

Levantó la cabeza para mirarme desde la fina línea que separa el recelo de la extrañeza. 

La alegría es un arma superior al odio, las sonrisas más útiles, más feroces que los gestos de rabia y desaliento. 

Sonrió con una esquina de la boca. 

Fueron besos corrientes, propios de personas acostumbradas a besarse cada vez que se ven.

Los españoles nunca estamos preparados para ser felices.

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