lunes, 30 de julio de 2018

Haruki Murakami: TOKIO BLUES Norwegian Wood

El cielo estaba tan alto que si alguien lo miraba fijamente le dolían los ojos.

Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito.

Está tan oscuro como si en una marmita alguien hubiera cocido todas las negruras de este mundo.

Cuando intento decir algo, sólo se me ocurren palabras que no vienen a cuento o que expresan todo lo contrario de lo que quiero decir. Y, si intento corregirlas, me lío aún más, y más equivocadas son las palabras, y al final acabo por no saber qué quería decir al principio. Es como si tuviera el cuerpo dividido por la mitad y las dos partes estuviesen jugando al corre que te pillo. En medio hay una columna muy gruesa y van dando vueltas a su alrededor jugando al corre que te pillo. Siempre que una parte de mí encuentra la palabra adecuada, la otra parte no puede alcanzarla.

La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella. [.....] Y nosotros vivimos respirándola, y va adentrándose en nuestros pulmones como un polvo fino. 

Analizaba mis sentimientos absorto en las motas de luz que brillaban suspendidas en el aire silencioso. Pero no encontraba respuesta alguna. A veces alargaba la mano hacia las motas de luz que flotaban en el aire, pero mis dedos no tocaban nada.

Era incapaz de soportar aquel desconsuelo, pero no podía encerrarlo en ninguna parte. No tenía contornos, ni peso, igual que un fuerte viento soplando a mi alrededor.

Una camisa blanca tendida en una cuerda, que alguien había olvidado recoger, se mecía con la brisa nocturna como si fuera la piel de un animal.

El viento soplaba a nuestro alrededor. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad.

Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos.

Destilaba vida y frescura por cada uno de sus poros, como si fuera un animalito que acabara de irrumpir en el mundo para recibir la primavera. Sus pupilas se movían como si tuvieran vida propia, riendo, enfadándose, asombrándose, conformándose.

Dormí profundamente, exprimiendo, gota a gota, toda la fatiga acumulada en cada una de mis células. Soñé que era una mariposa danzando en la penumbra.

Las sombras mudas de la luna y las sombras danzantes de la vela se superponían, entretejiéndose unas con otras sobre la blanca pared.

Lo que nos hace personas normales es saber que no somos normales. 

Hay que tener paciencia. Ir desenredando la madeja, hilo a hilo, sin perder la esperanza. Por más negra que esté la situación, el hilo principal existe, sin duda.

Cuando uno está rodeado de tinieblas, la única alternativa es permanecer inmóvil hasta que sus ojos se acostumbren a la oscuridad.

La muerte no se opone a la vida, la muerte está incluida en nuestra vida. Es una realidad. Mientras vivimos, vamos criando la muerte al mismo tiempo.

El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso.

Las cartas no son más que un trozo de papel. Aunque se quemen, en el corazón siempre queda lo que tiene que quedar; por más que las guardes, lo que no debe quedar desaparece.