Un viento tan cruel y delicado como si estuviera hecho de cristal.
Su inquietud, conmovedora y angustiosa a la vez, me desorientó por dentro, como si al escucharle hubiera mordido el relleno ácido de un pastel dulce, el corazón podrido de una fruta verde.
Su risa era desagradable, gruesa y pellejuda como la de un sapo.
Su rostro anguloso, de nariz elegante y ojos almendrados, sumidos sin embargo entre los pliegues de una piel quebradiza, seca como el cartón, arruinada por el tiempo y la indiferencia con la que miraba todas las cosas. Esa expresión de desdén, en la que no siempre había tanta fatiga como arrogancia, la hacía más vieja que el pelo cano, desgreñado alrededor de un moño que le salía distinto cada día, un garabato mal hecho que se venía abajo sin ayuda de nadie en los tormentosos estallidos de furia que la sacudían como un rayo, desde la cabeza hasta los pies.
Hasta las personas más valientes, las más justas, las más honradas, interpretan la realidad de acuerdo con sus propias ideas sobre lo que es bueno y lo que es malo, lo que desean, lo que temen, lo que creen, lo que detestan. Y al hacerlo, fabrican su propia verdad.
Agazapados tras mi humilde felicidad, el tiempo y el espacio me perseguían, me acechaban, constantes, sin que me diera cuenta, esperando a la menor oportunidad para someterme, para arrinconarme en el lado del mundo que me correspondía, para quitarme la manía de soñar que yo podía elegir mi propia vida y saltar cuando me apeteciera el muro imaginario que dividía los llantos y las culpas.
Una intermitente sucesión de imágenes bruscas, secas, violentas como golpes, y tan quemadas por el sol que se confunden con una vieja colección de fotografías abandonadas a la intemperie.
Pasaba las horas muertas tendido en la cama, mirando al techo como si el techo fuera un espejo que me reflejara por dentro.
La verdad es sólo la parte de la verdad que nos conviene.
Aquella vida mala, sórdida, insana como un sótano húmedo y sin ventilar donde florecía el moho de un miedo perpetuo, un grumo polvoriento y gris, tan espeso como si fuera sólido, que taponaba su boca para que los secretos les horadaran por dentro, para que perforaran su garganta, su estómago, sus intestinos, porque las palabras que no se dicen hieren, golpean, pinchan, queman, destruyen los tejidos del cuerpo y del espíritu.
Aquel beso tristísimo e inútil, cargado de un amor que la madera no podía apreciar.
La información que facilita la tortura nunca es fiable.
Un dedal que rodó tintineando con la inerte alegría de una campanilla.
La mirada vacía de los cobardes, que son crueles porque son cobardes, que son torpes porque son cobardes, que son mezquinos porque son cobardes.
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