jueves, 28 de noviembre de 2024

Nina Lykke: ESTADO DEL MALESTAR

La verdad es aburrida. 

Me irrita que haya tenido que vivir en este mundo durante más de medio siglo antes de darme cuenta de que lo mejor y lo más efectivo de todo es dejar de decir o de hacer lo que sea. 

Llega la amenaza, como un gusano que se asoma por su agujero y vuelve la cabeza hacia la luz. 

Estar hasta las narices es un mal común, pero le ponemos nombres más complejos para poder vivir con ello. 

Cuando se tiene algo que esconder, merece la pena ceñirse lo más posible a la verdad. 

El humor es importante.

Por dentro siempre estamos sonriendo. 

Ya he pasado los cincuenta y, aún así, he vuelto a esta vieja rebeldía infantil, como si una parte adolescente de mí hubiera estado durmiendo en alguna parte y ahora se hubiera despertado y hubiera devorado a la parte adulta de un solo bocado. 

Si un hombre y una mujer se comportan de la misma manera, la mujer parecerá más enfadada, por lo que, para compensar, las mujeres tenemos que sonreír y asentir con la cabeza más que los hombres.  

El cuerpo es la jaula en la que vivimos y, de vez en cuando, sin que sepamos por qué, sacudimos los barrotes y la jaula se tambalea. 

Por suerte, los médicos nunca van al médico. 

El encanto, el atractivo, la suerte, la mala suerte y el sufrimiento no están repartidos de forma equilibrada entre la población. 

Los que más necesitan, a menudo son los que menos reciben. 

La muerte puede ser un baño purificador, las enfermedades terminales nos hacen levantar la vista y mirar mejor las cosas, así que por qué no utilizar este truco cuando la gente está sana, por qué usarlo justo antes y después de que alguien muera, por qué no en la vida saludable y cotidiana. 

En un entierro, todo está sublimado, en un entierro no hay cabida para asuntos menores como el olor a humedad o unos ojos que miran fijamente. 

En el silencio surgen las preguntas. 

Todo el mundo tiene un punto débil, un punto ciego, un ángulo muerto, una zona sin vigilancia. Una zona que no sabemos que existe hasta que alguien la encuentra y entonces ya es demasiado tarde. 

Recibí un mensaje: hola  Así, sin punto ni nada. Me quedé mirando esa palabrita sin voluntad de nada ni un objetivo claro, y la sentí como una pesada garra que se apoyaba sobre mi hombro. 

Hacemos como que nos preocupamos por algo que nos da lo mismo y fingimos no preocuparnos por algo que sí nos importa. 

Me dolía la mandíbula, me dolía el cerebro, me dolía el alma y sentí una urticaria interna, como si contuviera una masa de seres vivos, cada uno de ellos con una voluntad y una personalidad propias. Y al mismo tiempo que estaba llena hasta el borde de voces y zumbidos, sentía la corriente de aire que existía entre cada uno de los electrones de mi cuerpo. 

No sabía que vivía en tiempos de inocencia, igual que los antiguos no sabían que vivían en la antigüedad. 

Las personas sólo consiguen reprimir sus pasiones si sus pasiones no son tan fuertes. Si las pasiones tienen la fuerza suficiente, entonces no hay elección posible. 

Cuando los jóvenes lloran se ponen aún más guapos. 

Las raras veces que yo lloro, parece que alguien haya usado mi cara para limpiar un suelo de hormigón. 

Nadie se escapa a los cambios constantes que son la base de la vida. 

A veces puede parecer que somos personas distintas en distintos momentos del día, personas que luchan unas con otras con el tiempo como campo de batalla. 

Tengo la sensación de le que le debo algo al mundo, ya sea atención, dinero o cosas materiales, y que en alguna parte alguien lleva las cuentas de todo esto y a mí siempre me sale a pagar. 

Mi madre pensaba que todos los refranes eran ciertos y que si no estabas de acuerdo era que no habías vivido lo suficiente. 

Nada es para siempre. 

Hay que tener cuidado con esa vanidad que se disfraza de necesidad de ayudar a los demás. Es vital cuidarse de la vanidad. Si se quiere estar bien con uno mismo, la vanidad es lo primero de lo que hay que deshacerse. Una vez libre de ella, se es libre del todo. Pero la vanidad es astuta y se da buena maña en esconderse y después se esconde un poco más y luego un poco más todavía. A menudo incluso ni se molesta en esconderse. 

El cuerpo es como un bebé que grita y nadie sabe por qué. 

Aguantamos más de lo que creemos. 

Nunca he conocido a personas corrientes, criaturas simples, personas promedio, personas formato A4. Cada uno tiene una historia y una capacidad propia e individual para enroscarse en sus propias complejidades. No existen las criaturas simples. 

Nadie tiene una sensibilidad especial. Todo el mundo es sensible, todo el mundo vibra y tiembla de emoción todo el día, la diferencia está en la capacidad de esconderlo o pasarlo por alto, eso es todo. 

Más tarde o más temprano se llega a un punto en el que no se encuentran respuestas ni caminos que seguir. Por más que piense y medite y me observe a mí misma, siempre hay algo más, muy dentro, que no consigo alcanzar y que no se puede explicar. 

Ójala tuviera un poco de cáncer. Lo justo para verle la cara a la muerte, sentir su gélido aliento. El cáncer suficiente para alegrarme de estar vivo y valorar la vida cotidiana y los pequeños detalles. 

Si algo se envuelve bien, el contenido no importa. 

La mayoría de las dolencias tienen un origen mental. El desgaste de las rodillas o la cadera son consecuencia del sobrepeso o del exceso de ejercicio, que a su vez se deben a la búsqueda de consuelo en la comida y en el ejercicio, que a su vez provienen de todo tipo de carencias y de anhelos insatisfechos. 

La mayoría de los dolores y de las enfermedades se pasan solos. 

¿Cuáles son las probabilidades que tenemos de estar vivos? Más o menos las mismas que tendríamos de ganar el gordo de la lotería, es decir, casi ninguna. Y sien embargo aquí estamos. Menudo milagro y menuda maquinaria increíble es el cuerpo humano. 

Si ajustáramos nuestras expectativas al nivel de 1947, por no decir el de 1927, no necesitaríamos ni la mitad de los médicos que creemos que necesitamos ahora, y en todas las encuestas la gente respondería que está feliz e indescriptiblemente satisfecha con la vida porque tiene un grifo del que sale agua caliente y fría. 

Cada día que pasa tengo menos claro que tengamos un impulso innato de perseguir la felicidad y la alegría y el placer. Sospecho que lo que buscamos es algo completamente distinto y que no tiene por qué ser especialmente agradable. Incluso puede acarrearnos más sufrimiento que alegría.

Estamos preparados para una vida que consiste en dar caza a los animales que están por debajo de nosotros en la cadena trófica y huir de los que están por encima, y tal vez tengamos la necesidad innata de buscar fricciones, contradicciones, dificultades. Algo que echar en falta, algo que anhelar, algo que desear. Algo sobre lo que cerrar las fauces para después apretar con todas nuestras fuerzas. 

La intranquilidad y la neurosis no son excepciones ni enfermedades, sino nuestro estado más básico, porque si tuviéramos la capacidad natural e innata para vivir en armonía aquí y ahora, nuestros antepasados habrían sido devorados y exterminados antes de conseguir salir reptando del mar. Estamos aquí porque descendemos de una lista interminable de neuróticos inquietos que no se rindieron, que a base de ensayo y error y fracasos y angustia y noches sin dormir descubrieron cómo conseguir que sus hijos sobrevivieran y cómo defenderse de los animales salvajes. No estamos aquí para divertirnos, y quienes no comprendieron esto y se sentaron tranquilamente a descansar, sin prestar atención a los peligros y sin prepararse para evitar ataques o accidentes, murieron sin poder terminar de reírse y mucho menos de reproducirse. Estamos aquí porque nuestros antepasados consiguieron reproducirse antes de morir asesinados o de hambre, y lo consiguieron porque fueron lo suficientemente inteligentes para descubrir a los depredadores que se escondían entre la hierba en lugar de disfrutar de las bellas flores que crecían entre esa misma hierba. Descendemos de neuróticos como ellos y a ellos tenemos que agradecerles nuestra existencia. 

Esta creencia de que la ayuda es infinita es como un virus, una especie de epidemia, una peste. La prosperidad ha aumentado y con ella las expectativas generales, también las que tienen que ver con la salud, y la tarea de los médicos de cabecera es limitar esa peste, bajar la fiebre por la salud, ser los salvadores del estado del bienestar, acabar con todo eso de una vez por todas y mandarlos a casa. 

Nos pasamos la vida fingiendo que somos inmortales e invulnerables, pero bajo la piel nos corre la sangre y siempre hay posibilidades de que ocurra una catástrofe. En cuestión de minutos, de segundos, todo se puede derrumbar, nadie está seguro en esta vida cotidiana que creemos que está grabada en piedra, pero que en realidad está escrita en la arena y enseguida llegará el tsunami. En la distancia, la ola parece insignificante e inofensiva. Hasta que no se alza sobre ti no te das cuenta delo enorme que es, pero entonces ya es demasiado tarde. 

Un mundo entero de hechos y sucesos turbios que ocurren y, además, casi con regularidad, año tras año, al margen de la lógica y la productividad. Una dimensión propia que la mayor parte del tiempo está oculta, pero que de vez en cuando se asoma y podemos vislumbrar el caos, los deseos erróneos y todo lo demás, todo lo irracional y lo misterioso de lo que también hay un germen en nosotros mismos, pero no podemos soportar la idea de enfrentarnos a ello y, por tanto, lo enterramos bajo una gruesa capa de humor, comida, alcohol, internet, deporte, dinero, obras, propiedades inmobiliarias, trabajo doméstico y miles de otras distracciones. 

En ciertas condiciones, el caos se puede desatar y destruir todo a su paso y, cuando ocurre, hay muchas más cosas que hacer que esperar a que arrase con todo. 

Creemos que si conseguimos lo que queremos, todo saldrá bien. Esa es la vela y el lastre de la humanidad. 

Tu risa me desinfla. Cuando todo es absurdo, crea una especie de embudo por el que todo se resbala hasta que desaparece. 

Es extraño cómo funciona el cerebro, lo que se le ocurre al parecer a él solo. 

Las redes sociales son como las tarjetas de Navidad que se mandaba la gente en los noventa. Ahora se envían durante todo el año. 

Todas la familias que conozco están llenas de viejos rencores, malentendidos, peleas, rupturas, ajustes de cuentas. Solo hay que escarbar un poco. 

Sonreí tanto que sentía que la cara se me partía en dos. 

Solo se desea lo que no se tiene. 

Así es como funciona el deseo. Solo habita en el anhelo y la nostalgia. En cuanto el objeto del deseo está al alcance de la mano, se deja de desearlo. Es una ley física en la línea de la fuerza de la gravedad. Es sencillamente imposible desear algo que ya se tiene. 

Con la buena intención lo tapamos todo y decoramos la realidad para que encaje en lo que idealmente creemos que tendría que ser. 

Cumple con tus obligaciones, exige tus derechos. 

No se puede tenerlo todo siempre. 

No creo en los fantasmas ni en los ángeles ni en la homeopatía ni en que se pueda hablar con los muertos. Pero creo en la intuición y en la previsión. El inconsciente elige y desecha entre el alboroto constante que nos rodea, y nos muestra lo que en el fondo sabemos, pero no nos atrevemos a reconocer. Trocitos de información en apariencia sin sentido se pueden almacenar en los pliegues y en los huecos del cerebro y pueden fermentar allí. Una respuesta en una película, una frase de la mesa de al lado en una cafetería, algo que circula por internet, un paciente que dice algo al salir por la puerta. Frases e imágenes aisladas se nos quedan grabadas sin nada más en común, aparte de que no nos las podemos sacar de la cabeza. 

Los cuerpos viejos vibran y tiemblan cuando la pasión se abre paso por las rendijas.

Las reacciones exageradas siempre se acaban desvaneciendo, sencillamente porque lo que el organismo consigue soportar de una vez es limitado. 

Los mayores no toleran que los apresuren. 

Todos los oficios deberían tener uniforme, aunque solo fuera por la satisfacción que se siente al quitárselo. 

Lo que nos controla son los detalles. Los detalles microscópicos nos guían y nos sostienen y nos derriban. Como cuando una le manda a alguien una solicitud de amistad sin querer o le envía un mensaje a la persona equivocada y entonces le cambia la vida de repente. 

Creemos que podemos prever cómo vamos a reaccionar en distintas situaciones. 

La mayor parte del tiempo, la mayoría de la gente se esfuerza por hacer el bien. Si una plaga, una bacteria maligna o un virus mortal comienza a moverse, los glóbulos blancos y las bacterias benignas acudirán para hacerles frente, tanto en el cuerpo humano como en la sociedad. Y es tan poco frecuente que alguien se salga de lo establecido, que se habla de ello en los periódicos o la policía lo pone en Twitter. 

Detrás de todas las noticias de violencia y destrucción hay un consuelo: si fuera algo cotidiano, no se escribiría sobre ello. 

La gente hace lo que puede, y ese tipo de gente es la que más abunda. Por cada individuo que amenaza a otro con un cuchillo y prende fuego a un edificio hay cien ciudadanos que pagan impuestos y salvarían a la cerillera del cuento de Andersen. Eso es Dios, porque si Dios existe en algún lugar ha de ser aquí, en la imparable lucha cotidiana. 

Fantaseaba con ser tan pequeñita que le cupiera en el bolsillo de la camisa y pudiera acostarme y dormir y estar calentita y escuchar los latidos de su corazón día y noche. 

No soy de esas personas que les niega a sus semejantes algo que les hace felices. 

Pienso que las conversaciones insustanciales son las más difíciles de todas. Todo lo que decimos sin pensar. Qué tal, me alegro de verte, cuánto tiempo, hasta luego, buen fin de semana, que tengas un buen día, feliz Navidad, feliz Año Nuevo, que aproveche, buen viaje, enhorabuena, te acompaño en el sentimiento, qué buen día hace hoy, que en realidad solo significa: "Vengo en son de paz. No tengo planes de asesinarte, devorarte, robarte tus pertenencias o secuestrar a tus seres queridos". El objetivo es aceptarse los unos a los otros, templar un poco los ánimos.

Lo mejor de las frases hechas y de las conversaciones insulsas es que te puedes esconder tras ellas. 

Las mujeres especialmente deberíamos frenar ese impulso constante de cuidar a los demás, que a veces no es bueno para ninguna de las partes. 

Sus palabras se disuelven y se convierten en una especie de trinos monótonos que me pican y me hacen cosquillas en los oídos. 

Ni una pregunta, ni un comentario ni una palabra. Cuánta falta hace este tipo de cuidados, qué exceso de conversaciones hay por todas partes. 

El tiempo todo lo cura. 

Los dementes no saben dónde acaban ellos y dónde empieza el mundo. 

Mi madre parece una rama gris, brillante y seca a la que se le han caído la corteza y las hojas por las mareas y el paso de las estaciones. 

Para un martillo todo son clavos. Para un ortopeda todo son roturas. 

Todas las nociones que arrastramos sobre cómo deberían ser las cosas se van acumulando y nos vuelven cada vez más pesados. 

Estas máquinas en las que nos movemos, a las que no sabemos cómo hemos llegado y de las que no sabemos cómo saldremos. Quién o qué se ocupa de que el corazón lata y las uñas crezcan, y quién o qué ha decidido que todo esto tenga un comienzo y que un día vaya a terminar. 

Cuántas veces hay que repetir un gesto para que se fije en la estructura ósea. 

Una de las ventajas de la demencia es que no hay que pensar en qué decir. 

Nosotros, que estamos sanos y ágiles, queremos que los viejos vivan una vida lo más parecida a la nuestra, que duerman y coman y se muevan, porque no perdemos la esperanza de que se pueda luchar contra la vejez, que la decadencia pueda frenarse. Pero no sabemos cómo es ser ellos y el día que lo sepamos será demasiado tarde.

lunes, 4 de noviembre de 2024

Sara Mesa: MALA LETRA

En la distancia, la conversación era un murmullo ininteligible, como un zumbar de abejas. 

Una voz como salida de una tinaja, grave, poderosa, pétrea. 

Actuaba sin prisa, como si el tiempo también estuviese obligado a amoldarse a su ritmo. 

En la rigidez de su mandíbula había una concentración casi religiosa. 

La mirada ensimismada, como vuelta hacia dentro.  

De la tierra se levantaba una humedad inhóspita. 

Aguardó unos segundos manteniendo el silencio alrededor, áspero, abrupto, como tensado. 

Su sonrisa sobrepasaba la amabilidad con un gesto de íntima satisfacción.

Los ojos inmóviles, sin brillo, como los de un pescado. 

Luego vino el silencio. Un silencio brevísimo y hondo, que enseguida dio paso de nuevo a la confusión, como una respiración alterada. 

El sufrimiento que produce la culpa casi nunca equivale a la dimensión de la tragedia. 

El complejo de culpa no se guía por parámetros racionales: su lógica es intrínseca y está basada en premisas falsas y difícilmente transferibles. 

Todo es demasiado frágil en la vida. Y hay pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan. Sucede a veces, y entonces algo se quiebra, y todo cambia. 

Sus ojos estaban tan huecos como los de un animal disecado. 

El cuerpo le dolía con un dolor de siglos. 

Su desnudez no era desvalida, sino amenazante.

Tenía un aliento cavernoso que incluso a él mismo conseguía repugnarle. 

El cielo mostraba sus colores líquidos, adormecidos. 

Llegada una edad, pensar en algo es pensar en el pasado, y el pasado es nada, es poco más que nada. 

Mantenía su mirada de asombro calmado, los ojos legañosos bien abiertos, esa extraña curiosidad vencida que conduce a mirar alrededor aunque sin sorprenderse verdaderamente por nada. 

El mundo sigue latiendo con tranquilidad incluso cuando todo parece acelerarse. El mundo es impasible ante cualquier cosa que suceda, por inusual, horrible o cruel que ésta sea. Visto así, el mundo no tiene mucho que ver, realmente, con nosotros.

Una cabeza abierta como una granada mordida. 

Seguía riéndose para sí mismo, riéndose entre dientes como si masticase con detenimiento su propia risa. 

Los ruidos quedaron en suspenso, agazapados. 

Miraba sus ojos dilatados como canicas, sus ojos que giraban hacia los míos. 

Tenía ojos castaños, grandes y limpios como los de los perros listos. 

Ella me miró desconfiada, con su labio alzado. 

Llevaba los brazos al aire; me recordaron masa de pan cruda. 

Recién ha amanecido y la luz que entra es brumosa, rosada, ligeramente deprimente. 

La vida no es un camino recto. La vida es ante todo un laberinto y es tentador perderse un poco por las afueras, por esos caminillos secundarios que a veces son errores y a veces son aciertos, aunque luego volvamos siempre al centro, con todo lo vivido en las afueras, sin perder el camino de salida, la salida del éxito a ser posible. 

No nos engañemos, hay que probarlo todo pero quedarnos sólo con lo útil. 

Esa sabiduría resentida. 

Las palabras esdrújulas suelen sonar bien. 

Sus diminutos ojos de cristal, tan próximos entre sí, formaban una mueca de contrariedad. 

La escritura como desagüe. Conjuraba el peligro escribiendo sobre el peligro. Dándole forma al horror evitaba la realización del horror.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Almudena Grandes: INÉS Y LA ALEGRÍA

El sol rebotando contra la cal de las paredes en el silencio perezoso de la siesta. 

Sonrisas de higo, o de sandía, el agua azucarada de la fruta dibujando alegres ríos de placer sobre sus barbillas. 

Aprieta aún más los labios, esa exasperada variante de la determinación que el único patrimonio de los desesperados. 

Jamás se atrevió a imaginar la enormidad de la carga que algún día llegaría a abrumar sus hombros, que anularía su imaginación y estremecería su conciencia, esa responsabilidad que siente ahora como una roca inmensa de aristas afiladas que le desgarra la piel a cada paso y siembra monstruos, peligros como monstruos, en cada instante que pasa despierta, y en los sombríos pliegues de sus sueños sombríos. 

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. O quizás no, y es sólo que el amor de la carne no aflora a esa versión oficial de la historia que termina siendo la propia Historia, con una mayúscula severa, rigurosa, perfectamente equilibrada entre los ángulos rectos de todas sus esquinas, que apenas condesciende a contemplar los amores del espíritu, más elevados, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos. Las barras de carmín no afloran a las páginas de los libros. Los profesores no las tienen en cuentan mientras combinan factores económicos, ideológicos, sociales, para delimitar marcos interdisciplinares y exactos, que carecen de casillas en las que clasificar un estremecimiento, una premonición, el grito silencioso de dos miradas que se cruzan, la piel erizada y la casualidad inconcebible de un encuentro que parece casual, a pesar de haber sido milimétricamente planeado en una o muchas noches en blanco. En los libros de Historia no caben unos ojos abiertos en la oscuridad, un cielo delimitado por las cuatros esquinas del techo de un dormitorio, ni el deseo cocinándose poco a poco, desbordando los márgenes de una fantasía agradable, una travesura intrascendente, una divertida inconveniencia, hasta llegar a hervir en la espesura metálica del plomo derretido, un líquido pesado que seca la boca, y arrasa la garganta, y comprime el estómago, y expande por fin las llamas de su imperio para encender una hoguera hasta en la última célula de un pobre cuerpo humano, mortal, desprevenido.

Sólo existe una dicha más grande en la vida que enamorarse, y es enamorarse bien. 

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, vulnerables, frágiles, ineptos, incapaces de ver más allá del objeto amado, sometidos sin remedio al poder sin forma ni estructura que gobierna los deseos invencibles. 

No tuvieron tiempo de experimentar esa extraña ternura del cuerpo conocido que se va arruinando al ritmo de la ruina del propio cuerpo, ese cuerpo que siempre parece el mismo al abrazarlo en la cama, por las noches, pero que no lo es, porque ha cambiado, y su perfil es distinto al de antes, es distinta la textura de la piel, la progresiva blandura de la carne, el volumen que ocupa entre las sábanas, y sin embargo sigue siendo el mismo, porque conserva la memoria de la cintura fina, las caderas redondas, las piernas esbeltas, el vientre liso, los pechos firmes que el propio cuerpo también ha ido perdiendo sin darse cuenta. 

El fregadero de la propia conciencia. 

Mi corazón latía a un ritmo descompensado, frenético, como el mecanismo de un juguete de cuerda a punto de romperse, de saltar alegremente por los aires de una cascada de muelles y tornillos diminutos para no volver a funcionar nunca más. 

Un aroma humilde, doméstico, que me serenó como si pudiera acariciarme con sus dedos. 

Ninguna sortija relucía tanto como sus ojos de persona feliz, de esas que no necesitan la aprobación de nadie para disfrutar de su suerte. 

Transmitían esa tristeza de los objetos, de las ropas y las uñas negras, que germina en la pobreza. 

Se instaló un silencio absoluto, casi litúrgico, durante ese segundo que necesitó para que sus ojos absorbieran las lágrimas que no quiso derramar ante nosotras. 

Las lágrimas que él no había querido llorar permanecieron dentro de mis ojos, como un tesoro raro y precioso, en el que estaba escrita la suerte de mi vida. 

Ese mundo se desharía entre mis dedos como una nube de polvo dorado, un espejismo tan bello y misterioso como las caricias de un amante infiel. 

Todos estábamos de parte de aquel amor dificilísimo, que florecía en el desierto desolado y áspero de una derrota interminable como una garantía de que la vida seguía existiendo, de que existiría el futuro, por ahí, en alguna parte.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Maggie O'Farrell: HAMNET

El sol, amenazante, lo mira desde fuera y por las ventanas estampa una celosía amarilla en la pared. 

El suspiro del aire que pasa por debajo de las puertas de habitación en habitación. 

El ruido indefinible de una casa en reposo, sin gente. 

Es increíblemente suave, como el roce de las hierbas del río en las piernas.

Se sienta en su silla con la espalda doblada: un sapo viejo y triste encima de una piedra. 

Se ha quitado los zapatos, que han quedado en el suelo del revés, a su lado, como vainas vacías. 

Un miedo frío le baja por el pecho y en un instante le envuelve el corazón en una capa de hielo crujiente. 

Cada árbol responde a las atenciones del viento a su propio ritmo, ligeramente distinto que el de sus vecinos, doblando las ramas, sacudiéndolas y agitándolas como si quisiera librarse del aire, incluso de la tierra que lo nutre. 

Sonríe al ver las cara suaves, inacabadas todavía, claras a la luz de la ventana como la masa sin levadura. 

Mira, avellanas, y caían puñados de perlas con chaqueta parda. 

Las palabras se le escapan de la boca volando como avispones, palabras que ni siquiera sabía que supiera, palabras dardo que chisporrotean y dañan, palabras que se le retuercen y le aplastan la lengua. 

Son unas carcajadas roncas y carentes de alegría que le dejan el pecho vacío y caliente. 

El sorprendente frío metálico de principios del invierno. 

Los charcos que va pisando son como nubes blancas heladas, solidificadas entre los surcos y resaltos del barro. 

Las palabras existen si se sabe escuchar. 

Todas las hojas de los árboles, todas las hierbas, todas las ramas que hay por el camino se han encerrado, se han replicado a sí mismas en escarcha. 

El corazón le da un vuelco en el pecho, es un animal que se revuelve contra los barrotes de los huesos. 

Las llamas se levantan, atormentan y acarician el fondo de varias ollas. 

Sus ojos parecen botones de caléndula. 

Contempla la silueta del hombre que yace allí, sumido en un sueño profundo como el océano, despatarrado en el centro de la cama, con los brazos estirados, como si flotara en la corriente.  

La larga hendidura de la columna en la espalda, como la huella de una carretilla en la nieve. 

Le ruge el estómago de hambre, un gruñido grave y amenazador como un perro emboscado dentro del cuerpo. 

Es una cadena de letras inclinadas; parece que las palabras resbalen por la página, como si pesaran más al final que al principio de la frase. 

Está embelesada, con las manitas cerradas sobre sí mismas como caracoles en su concha. 

Se queda contemplando las orejas, que parecen pliegues claros de rosas, la curva de ala de sus cejas diminutas, el pelo oscuro que se le pega a la coronilla como si se lo hubieran pintado con un pincel. 

Sus palabras pesan , como si escupiera guijarros al hablar. 

Se lleva el olor brumoso consigo como un montón de ropa vieja y sucia. 

Con qué facilidad nos pasan desapercibidos el sufrimiento y la angustia de una persona si esa persona guarda silencio, si se lo guarda todo para sí, como una botella con un tapón muy ajustado; la presión aumenta en el interior hasta que...

Aparecen en sus mejillas unas lágrimas como semillas de plata. 

Tiene la sensación de estar expuesta, helada, pelada como una cebolla. 

Le gustan las curvas, las formas, los trazos oscuros de tinta, que parecen las marcas que quedan en una ventana helada cuando se pasan unas ramas por el cristal. 

Unas estrechas cuchillas de luz hienden el espacio desde unas ventanas altas. 

La voz es contenida y tensa, como un mandil que se le ha quedado pequeño.

Quien diga que la muerte es "serena" o un "apagarse poco a poco" nunca ha visto morir a nadie. La muerte es violenta, la muerte es una batalla. El cuerpo se aferra a la vida como la hiedra a la pared y no está dispuesto a soltarse, no se rinde sin pelear. 

Entran, como dardos, palabras sueltas de la gente que pasa por fuera, palabras sin sentido, pequeñas burbujas de sonido que estallan en el silencio. 

No hay nada. Un gemido agudo de nada, como la ausencia de sonido cuando calla la campana de la iglesia. 

Las lágrimas le inundan la cara, se persiguen unas a otras. Siempre ha llorado lágrimas muy gruesas, como grandes perlas. 

Las mondas van cayendo por la afilada hoja en largos tirabuzones verdes como cabellos de sirena. 

Las dos cabezas al aire, brillantes como oro hilado. 

Nota la contundencia de la palabra, ese nombre en su boca, en forma de pera madura. 

Ve la bolsa de viaje. Está llena, repleta, como el vientre de una mujer encinta. 

Musita tropezando con las palabras, él, que siempre habla como las aguas rápidas y claras de un riachuelo saltando entre los guijarros. 

Hay muchas formas distintas de llorar: lágrimas que se derraman de repente, gemidos hondos y desgarrados, el interminable goteo silencioso de agua de los ojos. 

El corazón le da un salto en el pecho, como un gamo. 

Un cielo salpicado de piedras preciosas, punteado de huecos plateados, pendía en equilibrio sobre los tejados de las casas. 

Sus voces son como pájaros brillantes que levantan el vuelo, que revolotean por la habitación y salen y suben al cielo. 

El centelleo helado de las estrellas, como cristales rotos sobre seda negra. 

Ve a su hija menor desprenderse de la niñez como si de una capa se tratara. Ha crecido, ahora es esbelta como una rama de sauce. Ya no necesita saltar, moverse deprisa, con precisión, cruzar una habitación o el corral zigzagueando como un rayo; adquiere un andar más pausado, de mujer. Se le definen las facciones, asoman los pómulos, la nariz se afila, la boca se convierte en la boca que tiene que ser. 

Una brisa invisible e insistente se desliza por las calles como un ladrón en busca de una entrada. Juguetea en las copas de los árboles, las inclina hacia un lado, después hacia el otro. Tiembla dentro de la campana de la iglesia y hace vibrar el metal con una nota única, grave. Alborota las plumas al búho solitario que se ha posado en un tejado, cerca de la iglesia. Unos portales más allá, mueve una ventana mal cerrada y la gente que duerme dentro da media vuelta en la cama: se cuelan en sus sueños unas imágenes de huesos que se mueven, de pasos que se acercan, de cascos que resuenan. 

Lo rodean como una nube que envuelve la luna, lo avasallan con objeciones, preguntas, ruegos.

sábado, 10 de febrero de 2024

Sara Mesa: UN AMOR

Al hacerse de noche es cuando cae el peso sobre ella, tan grande que tiene que sentarse para coger aliento. 

Los pensamientos llegan y se deslizan a través de ella, entrelazándose. Intenta que salgan a la misma velocidad con la que entran, pero se le acumulan en el interior, un pensamiento sobre otro. Ya ese empeño -esforzarse en que entren y salgan y no le acumulen- es de por sí un pensamiento demasiado intenso para su cabeza. 

Su deterioro no tiene que ver con los años, sino con la expresión hastiada, con la manera de balancear los brazos y doblar las rodillas mientras avanza.

Una gota de sudor le resbala por la sien. Se la limpia con el dorso de la mano y encuentra en ese gesto la fuerza necesaria para atacar. 

Cuanto menos escriba uno su nombre verdadero, mejor. Solo vale para firmar en el banco. 

La observa fijamente -demasiado fijamente-, pero sus ojos son dulces y eso suaviza la incomodidad. 

El cabello, muy blanco y fino, se extiende como una suave bruma sobre la cabeza. 

Los cambios -todos los cambios- siempre son para bien. 

La voz deformada por los nervios. 

A veces, ciertos errores acarrean un acierto, un cambio de rumbo o incluso una revelación. 

Una sombra ha caído sobre ellos, viciando el aire. 

Siente que el corazón se le desploma de golpe hacia los pies. 

Como el dinero, también el capital erótico se va escurriendo sin que uno se dé cuenta, solo se toma conciencia de él cuando desaparece, y se escudriña en el espejo con una mirada desprovista de piedad, evaluando las partes de su cuerpo o de su cara donde puede radicar el error. 

Su aburrimiento desprende un halo de desesperación. 

Qué absurdos son algunos hombres. 

Una angustia creciente se adensa en ella. 

Una reflexión fugaz cruza por su cabeza, tan rápida que no le da tiempo a agarrarla y entenderla. 

Su voz, no parece su voz, suena postiza, como si estuviese leyendo el papel de una obra. 

Una sonrisa tensa, posiblemente avergonzada, aunque también centelleante, rápida. 

El olor, el viento en su piel, los tonos verdes y marrones mezclados -hojas y tierra-, el gusto acre de su saliva -de los nervios-, todo lo que la ata a ese instante se expresa a través de los sentidos y, sin embargo, la sensación de irrealidad es abrumadora, la abstracción vence a lo concreto, como si, más que estar al borde de una nueva vivencia, estuviese representando una escena en un decorado y con unos actores: una gran mentira. 

En el sexo no existe zona intermedia entre el placer y el asco. 

La piel tiene memoria. 

Echar muchas horas no es sinónimo de tesón. Puede ser también señal de torpeza. O de caradura. 

Siente ansiedad como un animal en celo. 

No es una mirada limpia: parece haber un juicio tras sus ojos. 

Lo que estaba fuera, en la lejanía del paisaje, lo que era invisible y carecía de interés, está ahora dentro de ella, habitándola, sacudiéndola. 

No ha hablado en tono de reproche; al revés, lo ha hecho con amabilidad y simpatía, en ese límite juguetón en el que suelen darse caña los amigos. 

Si el silencio es la ausencia de palabras, ¿cómo puede existir un silencio en particular? ¿No deberían ser iguales todos los silencios?

Lo que distingue a los silencios es todo aquello que los rodea, empezando por las causas. 

Quizá es mejor no penetrar en el misterio, no tratar de entenderlo, para evitar que se corrompa. 

El malestar de la felicidad es una idea que le ronda con insistencia: un tipo de felicidad que contiene en sí misma la semilla de su propia destrucción. 

Lo peculiar de su forma de hablar no era el atropello de las sílabas, sino ese tono tajante, autosuficiente, que subyace bajo al pronunciación. 

Es un rostro inquietante, rotundo, duro y lleno de secretos. Es imposible llegar a lo que hay tras sus párpados. 

Una rara cautela -rara por incomprensible- la lleva a preferir el silencio. 

Es una conversación que solo avanza de puntillas, a través de rodeos. 

Las horas muertas se convierten en pasto para la suspicacia. 

Es solo al terminar de hablar cuando el peso del silencio se hace evidente. 

La mira con dureza, con una opacidad nueva en sus ojos -ojos de cristal, o de muerto-.

En el colchón, entre ambos, nota cómo se abre un abismo. 

Caminar a su lado le parece una experiencia más íntima que tumbarse en su cama o desnudarse ante él. 

Es capaz de reconocer ese tipo de alegría que desemboca en la angustia. Como cuando las piernas dejan de responder después de haber corrido mucho. 

La belleza de la distancia. 

El pensamiento la asalta con brusquedad, como si no proviniera de ella. Quizá por eso, por atacar desde fuera, resulta tan verosímil y cercano. 

Al beber siente que se limpia, que el agua arrastra por su garganta el veneno de la desconfianza.

La tensión de la sonrisa desmiente sus palabras. 

Siempre ha asumido como un hecho irrefutable que a los hombres, tengan la edad que tengan, les atraen las mujeres jóvenes, pero nunca hasta ahora lo había interpretado como una amenaza, dado que, por muy joven que sea una, siempre habrá otra más joven. 

Siente frío, un frío intenso que irradia de su propio interior, de un punto que se ubica entre el esternón y la columna. 

Una vez que cae una certeza, ¿por qué no han de caer todas?

Su relación ha estado emponzoñada desde el principio. Fue la manera de empezar, esa que justamente la cautivó, la que se ha dado la vuelta mostrando sus costuras repugnantes. 

El daño crece, se ramifica dentro de ella. 

Parece concentrada en algo que estuviera sucediendo en otra dimensión, con los ojos arrugados y los labios formando frases en silencio. 

A veces el hechizo se rompe y sale de sí misma. 

Se atasca en cosas antiguas que ocurrieron. En la resignación del viejo. 

Dado que no hay preguntas, no hay respuestas. 

La desconfianza sigue creciendo: sutil y torcida, como la cautela de un gato. 

Los celos, ese insistente monstruo de ojos verdes, se cuelan hasta en la cama, con su lengua picuda y sus muecas obscenas, inspeccionándolos a ambos para devorarlos, corrompiendo el sentido de sus movimientos, tiñéndolos de suciedad y recelo. 

Se lo cuenta con los ojos brillantes, agarrándola con la intimidad con que se habla a las amigas. 

Se levanta una corriente fría y cortante, casi higiénica. Una corriente que acaba con la posibilidad de rebatir, o al menos de preguntar. 

Cuando expresa su punto de vista, lo expone sin la necesidad -o el ansia- de hacerse entender. En él no existe la pretensión de convencer. 

Oye las palabras sin alcanzarlas. Percibe los sonidos, pero no los agarra. 

Su furia se disuelve y cede el paso a un hueco cuya resonancia atrona por todo su cuerpo. 

Su voz -su propia voz- le suena muy remota, como si se articulara desde muy lejos, fuera de ella. 

Se echa boca abajo en la cama y se aprieta contra el colchón buscando sofocar el sufrimiento. 

Alrededor solo hay silencio: el ficticio silencio de siempre. 

Hacia ella se encaminan, nítidas, unas nuevas palabras: el tiempo es el castigo. Las pronuncia como si las leyera, como si no proviniesen de ella, sino de más allá, de mucho más allá. 

En su ausencia de nervio, comprende lo irrevocable de su decisión. 

Lo mira fijamente y nota cómo flaquea, como si quisiera decir algo más de lo que dice, con los ojos líquidos -como licuados- y unos segundos de vacilación que se alargan significativamente. 

No sabe sonreír sin incluir en el mismo gesto la mueca del engaño. O si no del engaño, del disimulo. 

Mira a su alrededor y su dormitorio le resulta completamente ajeno. Cada mueble, cada objeto, continúa en su lugar y, sin embargo, algo ha cambiado. Se palpa en el ambiente, como una súbita bajada de temperatura, o como el atenuamiento del color en una foto antigua. Como si el mundo hubiese decidido seguir adelante, mutando, cuando ella ya se ha quedado definitivamente atrás. 

Sus pertenencias están allí como si las hubiesen recortado de otro lado y pegado después, como un collage mal hecho. 

Ella no hablaría de calidez, sino de un estancamiento de la atmósfera, como si el aire ya no circulara y la corriente se hubiese inmovilizado a media altura, no en los pies, ni en la cara, sino en la zona de las caderas, para dificultar su avance.

El cielo pálido, casi sucio, se amarillea a causa de una columna de humo. 

Esa certeza le rasga cada uno de sus músculos. 

Trata de respirar ordenadamente. 

Tal vez es ella quien ha envejecido y lo mira desde otra época. 

Su voz baja y apaciguadora sigue explicando lo que ella no puede ahora entender. 

Qué cansado es escuchar cuando no se tiene nada que añadir. 

El silencio es distinto, teatral, como si lo estuvieran representando solo para ella, con el único fin de engañarla. 

Sale arrastrando los pies. Pero él no es el condenado, piensa ella, a qué viene esa forma de andar, tanto teatro. 

Tenía hierba en la cara, en vez de barba. 

La sensación de pérdida le va comiendo terreno, velozmente, a la memoria. 

Hay una placidez aceitosa en la que ella se sumerge para nadar. Bracea con facilidad, contempla los rayos de luz tamizados por el agua, la tonalidad verdosa del lecho de un río y el brillo plateado de las piedras al fondo. 

El tacto estéril. 

Ningún culpable queda perdonado si no recibe su castigo. 

Intercambia abrazos cálidos en el frío de la noche. 

Ha perdido la mirada propia de los niños que no tienen pasado; sus ojos, más que sus cicatrices, marcan ahora la existencia de un antes y un después, una falla en el tiempo. 

En su expresión se condensa su propio y inamovible veredicto. 

Algo le revienta en su interior. Como un saco de gel frío que después se extendiera por sus extremidades, aflojando sus músculos, derrotándola. 

Su voz ahogada, desprovista de humanidad, es el graznido de un ave antes del sacrificio. 

El contacto se queda flotando, coagulándose en el aire. 

Viéndose desde fuera, en esa falsa calma, es como si alguien la estuviese filmando, a ella, una figurante, una intrusa, el papel más insignificante que se le podía asignar en un mundo ficticio -un decorado de plástico, de cartón piedra-.

Eso que ella habría llamado en otros tiempos dignidad y que ahora es solo una palabra escurridiza. 

Bajo la tela, la piel de él desprende un suave calor, real e indiscutible. Ni siquiera esa temperatura la aleja a ella del escenario, de su sensación de irrealidad. 

Mira alrededor, aún medio a oscuras, naufragando en la confusa mezcla de reconocimiento y extrañeza. 

Se instala en ella una frialdad paralizadora. 

Ella se había empeñado en traducirlo, en llevarlo a su terreno. Qué absurda pretensión, se dice. Si no fuese ridículo, sería hasta divertido. 

Se siente invulnerable, más allá de los juicios, pero su inmunidad viene de haber salido del tiempo en que vivía, como si, al subir una escalera interminable, hubiese caído al vacío por un peldaño roto, mientras el resto de la gente continuaba hacia arriba sin advertirlo. 

Un solo instante basta para justificar una vida completa. 

Su memoria se ha encogido. Su memoria, ahora, es tan pequeña que le cabe en un puño. 

Las reliquias sentimentales no merecen la eternidad. 

Admira el paisaje empañado y vidrioso por las nubes, los colores desleídos y entremezclados. 

No se llega al blanco apuntando, sino descuidadamente, mediante oscilaciones y rodeos, casi por casualidad. 

Todo conducía a ese momento. Incluso lo que parecía no conducir a ninguna parte.

lunes, 29 de enero de 2024

Sara Mesa: CARA DE PAN

La distancia de la cautela. 

El silencio se agranda. 

Aguanta todo lo que puede con los ojos abiertos. Después, aprieta los párpados y juega a perseguir manchitas de colores. 

Es una voz de mujer clara y grave, una voz ambigua, ligeramente masculina, estruendosa, pero con el estruendo limpio de una ola que se estrellara contra un malecón, una voz que la envuelve y la lleva hacia arriba y luego hacia abajo. 

El musgo acumulándose en el tronco del olmo siberiano, extendiéndose hacia arriba como el perfil de un mapa. 

Cuando una cosa -cualquier cosa- se mira muy de cerca, siempre se acaba amándola. 

Balconcitos que recuerdan bebederos de jaulas de canarios. 

Sus palabras sonaban tan falsas que arañaban. 

Le devuelve una mirada húmeda y larga. 

Un conocido ha sido previamente un desconocido. 

No hay nada malo en enamorarse. Es como si el mundo entero se untara de mantequilla y todo fuese más sabroso y mejor. 

Todo el mundo se ríe de las hermanas, de las esposas y de las madres, o insulta a través de ellas. 

No le pregunta por qué llora. Una pregunta así es superflua: uno debería ser capaz de intuirlo. 

El aire frío, el invierno acercándose, el viento como síntoma de la amenaza. 

Las frases son contradictorias, están llenas de mentiras que son como aristas, de tanto como pinchan.

domingo, 28 de enero de 2024

Sara Mesa: SILENCIO ADMINISTRATIVO

¿No es un sinsentido que justo a los que están "en situación de pobreza o riesgo de exclusión social" se les exija más que a nadie?

Si la tecnología no se traduce en simplificación y rapidez, es totalmente inútil. 

El problema es la indefensión que se crea al exigir precisión a aquellos a los que no se informó previamente y a los que se sigue sin informar. 

Algo tan sencillo como atender el teléfono, coger un papel y un bolígrafo, apoyarse en una superficie plana para escribir, no lo es tanto si uno está mendigando en la calle y usa bastón. 

Los pobres no se plantean cuestiones de estilo. 

Qué poco importa una mancha en la ropa cuando uno no ingresa ni un solo euro al mes. 

La pobreza se confunde con el hambre. Cualquier posesión que vaya más allá del bocadillo de mortadela y la manta raída puede ser censurable. 

La pobreza es fea, es difícil de mirar. Es incómoda. Se puede ser pobre pero decente: esto lo hemos escuchado muchas veces. Pobre pero limpio. Pobre pero honrado. Pobre pero sin vicios. Pero: la mala leche de la conjunción adversativa. 

Esa perfección, esa limpieza, que se les exige a los más pobres. Los queremos beatíficos, agradecidos, puros de corazón, impecables. Que no digan una palabra más alta que otra. Que den siempre las gracias y no insistan. Que se acerquen un poco pero que se retiren enseguida. Que gasten nuestras limosnas en lo que nosotros decidamos que se las deben gastar. Que no haya ni una sola tacha en su pasado, ni un desliz. 

Proteger a una mascota -cuidarla, alimentarla- dota de una profunda dignidad a la persona que lo hace. 

A veces, un animal es lo que hace que las personas que viven en extrema pobreza consigan esquivar la locura. 

Sentimos más compasión por un perro -por la inocencia indudable de un perro- que por una persona -que siempre es sospechosa de ser culpable-. Si el animal está sucio, es porque no lo lavan. Si lo está la persona, es porque le gusta la mugre. 

El sistema es diabólico, pero es exacto. En su exactitud radica, de hecho, su perversidad. 

A los pobres se les exige siempre que detallen sus intimidades si no quieren que sobre ellos se extienda -aún más- la sospecha. 

El silencio administrativo es unilateral, porque a la otra parte se le exige comunicación constante, veraz, rápida y eficiente. 

Hay quienes dan limosna, compadecidos por las personas que mendigan, pero están en contra de que el Estado deba ayudar a estas personas a alcanzar su derecho a una vida digna. La caridad prevalece entonces sobre el sentido de justicia y toma su peor cara: se convierte en una virtud privada, individual y arbitraria. 

Las neuronas espejo, esas que causan la empatía, no funcionan de manera indiscriminada. La identificación, el reconocimiento de rasgos comunes, es un componente esencial para que se activen. 

Olvidamos que el origen de la pobreza es la desigualdad. Nos compadecemos al ver los síntomas de la enfermedad, pero preferimos ignorar el diagnóstico. 

No existe todavía un código deontológico para el tratamiento informativo de la pobreza. 

Las noticias que presentan a los "sin techo" como un inconveniente para los demás ciudadanos, obviando la perspectiva de que el verdadero drama es su misma existencia, fomentan la aporofobia. 

La pobreza jamás está en el centro del debate político.