Que haya muchas cosas inventadas no significa que este relato no esté absolutamente cargado de verdad.
Era una mañana fría de invierno, apenas había amanecido, la luz me hizo pensar en la textura porosa de la cera.
Parecía joven, aunque algo muy viejo se escondía tras su voz.
Sus ojos carecían de brillo.
Resoplaba por el esfuerzo, con la cara tan roja como un filete crudo.
Me miré en el espejo. Mi cara pálida y hambrienta, interrogante. Como si me hubieran recortado de otro sitio y pegado ahí, sin más formalidades.
Las conversaciones sobrevolaban el espacio formando un gran tumulto. Era complicado destrenzarlas y sacar algo en claro, como cuando un collar se enreda y hay que dedicar mucha paciencia para desenredarlo.
Lo que pude ver dentro fueron las cuatro cosas típicas de un despacho, la mesa, el sillón, el perchero, un armario, todo muy limpio y ordenado, pero también fantasmal, como si los objetos, deformados por los gránulos del cristal, soportaran una lluvia que solo caía ahí dentro, en ese rectángulo.
Eran papeles antiguos y olían a perro mojado.
Nuestro diálogo fue lento, como si se nos estuvieran gastando las pilas. Las palabras no eran precisas. Más bien eran aproximativas, rondaban en torno a algo sin nombrarlo.
Su voz sonaba ronca, lejanísima.
Él levantó una mano en señal de despedida. La movió como un pañuelo que no pesara nada.
Aquel señor mayor con cuerpo de pera.
Tenía la piel verdosa, como si le hubiesen envenenado.
Las lluvias daban paso a un sol arrogante que picaba.
Murmuró con su voz arenosa.
Su expresión era rara, todo en él era raro, como si estuviera ligeramente desplazado del lugar que ocupaba.
Siempre había creído que las cosas se hacían una detrás de otra hasta acabar, y ahí no encontraba esa continuidad.
A pesar de su edad, tenía un aire infantil, como de niño perdido en mitad de un supermercado.
Lo único visible es la ausencia.
Nos habíamos detenido bajo la sombra de un magnolio. Las hojas sombrearon nuestras caras, nuestras ropas. Un estampado móvil, preveraniego.
Realizar era mejor que hacer y recepcionar mejor que recibir. Los problemas eran problemáticas; las personas, sujetos. Indicar era mejor que poner, cumplimentar mejor que rellenar. Los informes se emitían, de las reuniones emanaban decisiones. Los informes comenzaban siempre con un relato de los antecedentes, que se repetían al comienzo de cada apartado; cuanto más se repetían —o todavía mejor, se reiteraban—, más largo era el informe y, por tanto, más riguroso. Con el fin de no reiterar palabras sin ton ni son, se usaban las expresiones el mismo y la misma. Implementar era mejor que poner en marcha y los cambios se denominaban —no llamaban— transformaciones. Si algo tardaba en llegar era porque había sufrido una demora; incrementar y reducir se prefería a aumentar o disminuir y preferible era mejor que mejor. Los dineros eran las partidas. Si las partidas no se habían incrementado, se hablaba de crecimiento cero; si se reducían también crecían, pero era un crecimiento negativo. Dar privilegios era priorizar. A la capacidad de aguante se la llamaba resiliencia. Los informes estaban motivados y sustentados. Los problemas nunca se estancaban, se debatían eternamente en paneles formativos con la participación de agentes implicados. Si la cosa iba en serio, se montaba un observatorio que publicaba boletines. Complejizar sonaba aceptable, mucho mejor que dificultar, que sonaba fatal. Los sufijos valían para dar lustre y por eso se inventaban términos como asistenciación o exclusionamiento. Las palabras esdrújulas eran muy apreciadas, todos los diagnósticos, estándares y parámetros eran bienvenidos, y las mayúsculas dignificaban conceptos problemáticos como Zonas de Transformación Social o Itinerarios de Inserción.
Sus ojos irradiaban placer y excitación, descubrí en ellos unas vetas color miel que nunca le había visto, un matiz manso y entregado, como si yo ya formara parte de su mundo más íntimo.
Lagartijas que se ocultaban como relámpagos a mi paso.
Nubes pesadas, fanfarronas, que amagaban con estallar pero no estallaban.
De la anomalía y el atajo nunca puede salir nada bueno.
Un chorro de luz me golpeó la cara inesperadamente, como si saliera de un túnel después de haber pasado meses y meses excavando bajo tierra.
El sol encharcaba las losas de cemento, refulgía marcando la humedad en las junturas.
Mi malestar era como un saco de arena en el fondo del estómago, denso y mediocre.
El cielo se tiñó de un tormentoso color mandarina.
Las primeras señales nunca se ven, solo se perciben como anomalías.
Me observaba como a través de un cristal, con las pupilas dilatadas y opacas.
Sus ojos eran negros como la tinta, grandes pero incompletos, parecía que se le hubieran caído las pestañas.
Estaba clavado en el suelo con la vista baja y todavía unos restos de sonrisa coleando, como si alguien le obligara a estar ahí, a hacer o decir algo que de pronto había olvidado.
La vida creativa es la única vida posible.
Una parte de mí se había desgajado irremediablemente de mis actos. Si existía un centro desde el que mirar, yo ya lo había perdido por completo. Hiciera lo que hiciera, un cachito de mí siempre quedaba al margen, abucheando, sugiriéndome insidiosas alternativas, todas contradictorias.
Cuando deformaba las palabras no era para construir algo nuevo, sino para eludir su significado y desnaturalizarlas. Como un modo de verlas desde fuera sin implicarme, de no apropiármelas. Como crear una forma verbal nueva: la cuarta persona del singular. Ni yo ni tú ni ella, sino alguien más allá que pudiera observarlo todo en la distancia sin tener por qué formar parte de lo dicho.
Su cabeza estaba como en equilibrio sobre el cuello.
Tenía miedo a que la monotonía se convirtiera en costumbre y después en necesidad.
No podía olvidar el momento de quiebra por el que las dos habíamos pasado. Como si hubiésemos bajado juntas a un lugar prohibido, hubiésemos abierto la puerta y luego, asustadas por nuestra osadía, hubiéramos vuelto otra vez a la superficie, fingiendo no haber visto nada.
Sonreía como cuando se me quemaba la cara por el sol, con tirantez.
El aire, de un inexplicable color verdoso, recordaba al agua de una pecera, con sus extrañas cositas flotantes.
La misma luz intensa y preorgásmica.
No era una sensación desagradable. Más bien un letargo en el que no me importaba acurrucarme, como cuando se tiene mucho sueño.
Se quitó las gafas. Con los ojos desnudos tenía una expresión más joven, más ingenua, también más desvalida.
Una verdad envuelta en mentiras nunca es una verdad.
Expuso en tono amable pero también paternalista, como quien le promete a una niña planes que sabe de sobra que no cumplirá.
Una madre es indulgente por naturaleza.
Era una mujer ridícula e inocente, pomposa y buena, cálida y posesiva, de la que era muy fácil reírse y de la que, al mismo tiempo, debería ser un delito reírse. Cómo podía ser tan fácil cometer ese delito resultaba una paradoja casi cruel.
El bigote tan tupido que daban ganas de pegarle un tirón para comprobar que no era de mentira.
La mera idea de responderle me producía una pereza cósmica.
Un fluorescente de techo parpadeaba, generando un chasquido que en esa situación me sonó como un aplauso.
Un montacargas descendió por mi columna vertebral y se me encajó en la pelvis con un golpe seco.
El aire se volvió incandescente. Una electricidad rápida y fugaz. Chispeante y gatuna.
Su aspecto era áspero, ordinario.
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