En la distancia, la conversación era un murmullo ininteligible, como un zumbar de abejas.
Una voz como salida de una tinaja, grave, poderosa, pétrea.
Actuaba sin prisa, como si el tiempo también estuviese obligado a amoldarse a su ritmo.
En la rigidez de su mandíbula había una concentración casi religiosa.
La mirada ensimismada, como vuelta hacia dentro.
De la tierra se levantaba una humedad inhóspita.
Aguardó unos segundos manteniendo el silencio alrededor, áspero, abrupto, como tensado.
Su sonrisa sobrepasaba la amabilidad con un gesto de íntima satisfacción.
Los ojos inmóviles, sin brillo, como los de un pescado.
Luego vino el silencio. Un silencio brevísimo y hondo, que enseguida dio paso de nuevo a la confusión, como una respiración alterada.
El sufrimiento que produce la culpa casi nunca equivale a la dimensión de la tragedia.
El complejo de culpa no se guía por parámetros racionales: su lógica es intrínseca y está basada en premisas falsas y difícilmente transferibles.
Todo es demasiado frágil en la vida. Y hay pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan. Sucede a veces, y entonces algo se quiebra, y todo cambia.
Sus ojos estaban tan huecos como los de un animal disecado.
El cuerpo le dolía con un dolor de siglos.
Su desnudez no era desvalida, sino amenazante.
Tenía un aliento cavernoso que incluso a él mismo conseguía repugnarle.
El cielo mostraba sus colores líquidos, adormecidos.
Llegada una edad, pensar en algo es pensar en el pasado, y el pasado es nada, es poco más que nada.
Mantenía su mirada de asombro calmado, los ojos legañosos bien abiertos, esa extraña curiosidad vencida que conduce a mirar alrededor aunque sin sorprenderse verdaderamente por nada.
El mundo sigue latiendo con tranquilidad incluso cuando todo parece acelerarse. El mundo es impasible ante cualquier cosa que suceda, por inusual, horrible o cruel que ésta sea. Visto así, el mundo no tiene mucho que ver, realmente, con nosotros.
Una cabeza abierta como una granada mordida.
Seguía riéndose para sí mismo, riéndose entre dientes como si masticase con detenimiento su propia risa.
Los ruidos quedaron en suspenso, agazapados.
Miraba sus ojos dilatados como canicas, sus ojos que giraban hacia los míos.
Tenía ojos castaños, grandes y limpios como los de los perros listos.
Ella me miró desconfiada, con su labio alzado.
Llevaba los brazos al aire; me recordaron masa de pan cruda.
Recién ha amanecido y la luz que entra es brumosa, rosada, ligeramente deprimente.
La vida no es un camino recto. La vida es ante todo un laberinto y es tentador perderse un poco por las afueras, por esos caminillos secundarios que a veces son errores y a veces son aciertos, aunque luego volvamos siempre al centro, con todo lo vivido en las afueras, sin perder el camino de salida, la salida del éxito a ser posible.
No nos engañemos, hay que probarlo todo pero quedarnos sólo con lo útil.
Esa sabiduría resentida.
Las palabras esdrújulas suelen sonar bien.
Sus diminutos ojos de cristal, tan próximos entre sí, formaban una mueca de contrariedad.
La escritura como desagüe. Conjuraba el peligro escribiendo sobre el peligro. Dándole forma al horror evitaba la realización del horror.