El sol rebotando contra la cal de las paredes en el silencio perezoso de la siesta.
Sonrisas de higo, o de sandía, el agua azucarada de la fruta dibujando alegres ríos de placer sobre sus barbillas.
Aprieta aún más los labios, esa exasperada variante de la determinación que el único patrimonio de los desesperados.
Jamás se atrevió a imaginar la enormidad de la carga que algún día llegaría a abrumar sus hombros, que anularía su imaginación y estremecería su conciencia, esa responsabilidad que siente ahora como una roca inmensa de aristas afiladas que le desgarra la piel a cada paso y siembra monstruos, peligros como monstruos, en cada instante que pasa despierta, y en los sombríos pliegues de sus sueños sombríos.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. O quizás no, y es sólo que el amor de la carne no aflora a esa versión oficial de la historia que termina siendo la propia Historia, con una mayúscula severa, rigurosa, perfectamente equilibrada entre los ángulos rectos de todas sus esquinas, que apenas condesciende a contemplar los amores del espíritu, más elevados, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos. Las barras de carmín no afloran a las páginas de los libros. Los profesores no las tienen en cuentan mientras combinan factores económicos, ideológicos, sociales, para delimitar marcos interdisciplinares y exactos, que carecen de casillas en las que clasificar un estremecimiento, una premonición, el grito silencioso de dos miradas que se cruzan, la piel erizada y la casualidad inconcebible de un encuentro que parece casual, a pesar de haber sido milimétricamente planeado en una o muchas noches en blanco. En los libros de Historia no caben unos ojos abiertos en la oscuridad, un cielo delimitado por las cuatros esquinas del techo de un dormitorio, ni el deseo cocinándose poco a poco, desbordando los márgenes de una fantasía agradable, una travesura intrascendente, una divertida inconveniencia, hasta llegar a hervir en la espesura metálica del plomo derretido, un líquido pesado que seca la boca, y arrasa la garganta, y comprime el estómago, y expande por fin las llamas de su imperio para encender una hoguera hasta en la última célula de un pobre cuerpo humano, mortal, desprevenido.
Sólo existe una dicha más grande en la vida que enamorarse, y es enamorarse bien.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, vulnerables, frágiles, ineptos, incapaces de ver más allá del objeto amado, sometidos sin remedio al poder sin forma ni estructura que gobierna los deseos invencibles.
No tuvieron tiempo de experimentar esa extraña ternura del cuerpo conocido que se va arruinando al ritmo de la ruina del propio cuerpo, ese cuerpo que siempre parece el mismo al abrazarlo en la cama, por las noches, pero que no lo es, porque ha cambiado, y su perfil es distinto al de antes, es distinta la textura de la piel, la progresiva blandura de la carne, el volumen que ocupa entre las sábanas, y sin embargo sigue siendo el mismo, porque conserva la memoria de la cintura fina, las caderas redondas, las piernas esbeltas, el vientre liso, los pechos firmes que el propio cuerpo también ha ido perdiendo sin darse cuenta.
El fregadero de la propia conciencia.
Mi corazón latía a un ritmo descompensado, frenético, como el mecanismo de un juguete de cuerda a punto de romperse, de saltar alegremente por los aires de una cascada de muelles y tornillos diminutos para no volver a funcionar nunca más.
Un aroma humilde, doméstico, que me serenó como si pudiera acariciarme con sus dedos.
Ninguna sortija relucía tanto como sus ojos de persona feliz, de esas que no necesitan la aprobación de nadie para disfrutar de su suerte.
Transmitían esa tristeza de los objetos, de las ropas y las uñas negras, que germina en la pobreza.
Se instaló un silencio absoluto, casi litúrgico, durante ese segundo que necesitó para que sus ojos absorbieran las lágrimas que no quiso derramar ante nosotras.
Las lágrimas que él no había querido llorar permanecieron dentro de mis ojos, como un tesoro raro y precioso, en el que estaba escrita la suerte de mi vida.
Ese mundo se desharía entre mis dedos como una nube de polvo dorado, un espejismo tan bello y misterioso como las caricias de un amante infiel.
Todos estábamos de parte de aquel amor dificilísimo, que florecía en el desierto desolado y áspero de una derrota interminable como una garantía de que la vida seguía existiendo, de que existiría el futuro, por ahí, en alguna parte.
Su voz empezó a ahogarse en un llanto que cayó sobre nuestro ánimo como una tormenta de granizo en una mañana de primavera.
Mi memoria aún conservaba la frescura de una experiencia que el paso del tiempo iría acartonando, fosilizando, haciendo cada vez más extraña, más dudosa, la experiencia del placer, del vértigo, de la arrolladora supremacía de la vida sobre la muerte en la sangre, en la carne, en la piel, en la lengua, en los dientes, en la risa, en el sudor de mi cuerpo poderoso, triunfador sobre el hambre y el desaliento, vencedor de las bombas y de los escombros.
Las noches se convertían en un infinito corredor excavado en una roca sin fin.
El terror es un recurso sumamente eficaz.
La luz tenebrosa que convertía los ojos de aquellas mujeres en charcos negros, perpetuos.
No calculé los efectos de la desesperanza, la cruel cosecha del miedo, la necesidad de resarcirse que provoca la impotencia, y esa indiferencia total por las consecuencias de sus actos que se apodera de los jugadores que ya han perdido la partida.
Tan incoloros como la incertidumbre.
Percibí su olor, un olor a madera, a tabaco, a clavo y a jabón, que tenía un fondo ácido y dulce al mismo tiempo, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, y una punta que picaba en la nariz como el rastro de la pimienta recién molida.
Es lo que tienen los dictadores, que primero ponen mucho cuidado en eliminar de su entorno a cualquier persona con el talento suficiente para hacerles sombra, y después echan de menos su brillantez.
Iluminada por una triste bombilla que relucía como un sol de caramelo, una estrella secreta, privada.
Cuando se dio la vuelta, ya estaba sonriendo, y el día que comenzaba crujió de placer en esa sonrisa.
La guerra también es cuestión de propaganda, y de compañerismo.
Me daba un placer que era distinto, más dulce, y en la misma proporción, más venenoso, raro y sublime como todas las cosas efímeras por naturaleza, todo lo que puede llegar a terminar antes de tiempo, lo que depende de un azar tan sutil que puede expresarse en un segundo, en un milímetro, en el suspiro que logra desviar la trayectoria de una bala.
Nos iluminaba con una potencia asombrosa y radical que extremaba todas las cosas para enfatizar su esencia, y hacía la materia más densa, el espíritu más aéreo, la piel más sensible, el sexo más feroz, y el corazón más rojo, más caliente. Porque no hay vida como la clandestinidad. Ni tan mala ni, sobre todo, tan buena.
Una penumbra agitada, cambiante, que olía a tierra mojada y mordía como el frío del invierno.
Me gustaba caminar en aquella penumbra húmeda y fría, apurar una armonía solitaria, efímera, que tenía las horas contadas pero se aferraba a su naturaleza como si ignorara que el sol viajaba por el cielo, que se movía deprisa, codiciando el centro, para acabar con ella en un instante.
Las montañas se recortaban sobre el horizonte con la precisión de una fotografía.
La carretera empezó a describir curvas más y más amplias mientras se desprendía de su monótona escolta vegetal.
Me sentía sumergido en un pantano donde apenas podía respirar por la nariz, mi boca llena de barro y el deseo de estar muerto, de caer fulminado por un rayo y estar muerto, de dormir, y morir, y dormir, y no despertar jamás.