domingo, 22 de septiembre de 2024

Almudena Grandes: INÉS Y LA ALEGRÍA

El sol rebotando contra la cal de las paredes en el silencio perezoso de la siesta. 

Sonrisas de higo, o de sandía, el agua azucarada de la fruta dibujando alegres ríos de placer sobre sus barbillas. 

Aprieta aún más los labios, esa exasperada variante de la determinación que el único patrimonio de los desesperados. 

Jamás se atrevió a imaginar la enormidad de la carga que algún día llegaría a abrumar sus hombros, que anularía su imaginación y estremecería su conciencia, esa responsabilidad que siente ahora como una roca inmensa de aristas afiladas que le desgarra la piel a cada paso y siembra monstruos, peligros como monstruos, en cada instante que pasa despierta, y en los sombríos pliegues de sus sueños sombríos. 

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. O quizás no, y es sólo que el amor de la carne no aflora a esa versión oficial de la historia que termina siendo la propia Historia, con una mayúscula severa, rigurosa, perfectamente equilibrada entre los ángulos rectos de todas sus esquinas, que apenas condesciende a contemplar los amores del espíritu, más elevados, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos. Las barras de carmín no afloran a las páginas de los libros. Los profesores no las tienen en cuentan mientras combinan factores económicos, ideológicos, sociales, para delimitar marcos interdisciplinares y exactos, que carecen de casillas en las que clasificar un estremecimiento, una premonición, el grito silencioso de dos miradas que se cruzan, la piel erizada y la casualidad inconcebible de un encuentro que parece casual, a pesar de haber sido milimétricamente planeado en una o muchas noches en blanco. En los libros de Historia no caben unos ojos abiertos en la oscuridad, un cielo delimitado por las cuatros esquinas del techo de un dormitorio, ni el deseo cocinándose poco a poco, desbordando los márgenes de una fantasía agradable, una travesura intrascendente, una divertida inconveniencia, hasta llegar a hervir en la espesura metálica del plomo derretido, un líquido pesado que seca la boca, y arrasa la garganta, y comprime el estómago, y expande por fin las llamas de su imperio para encender una hoguera hasta en la última célula de un pobre cuerpo humano, mortal, desprevenido.

Sólo existe una dicha más grande en la vida que enamorarse, y es enamorarse bien. 

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, vulnerables, frágiles, ineptos, incapaces de ver más allá del objeto amado, sometidos sin remedio al poder sin forma ni estructura que gobierna los deseos invencibles. 

No tuvieron tiempo de experimentar esa extraña ternura del cuerpo conocido que se va arruinando al ritmo de la ruina del propio cuerpo, ese cuerpo que siempre parece el mismo al abrazarlo en la cama, por las noches, pero que no lo es, porque ha cambiado, y su perfil es distinto al de antes, es distinta la textura de la piel, la progresiva blandura de la carne, el volumen que ocupa entre las sábanas, y sin embargo sigue siendo el mismo, porque conserva la memoria de la cintura fina, las caderas redondas, las piernas esbeltas, el vientre liso, los pechos firmes que el propio cuerpo también ha ido perdiendo sin darse cuenta. 

El fregadero de la propia conciencia. 

Mi corazón latía a un ritmo descompensado, frenético, como el mecanismo de un juguete de cuerda a punto de romperse, de saltar alegremente por los aires de una cascada de muelles y tornillos diminutos para no volver a funcionar nunca más. 

Un aroma humilde, doméstico, que me serenó como si pudiera acariciarme con sus dedos. 

Ninguna sortija relucía tanto como sus ojos de persona feliz, de esas que no necesitan la aprobación de nadie para disfrutar de su suerte. 

Transmitían esa tristeza de los objetos, de las ropas y las uñas negras, que germina en la pobreza. 

Se instaló un silencio absoluto, casi litúrgico, durante ese segundo que necesitó para que sus ojos absorbieran las lágrimas que no quiso derramar ante nosotras. 

Las lágrimas que él no había querido llorar permanecieron dentro de mis ojos, como un tesoro raro y precioso, en el que estaba escrita la suerte de mi vida. 

Ese mundo se desharía entre mis dedos como una nube de polvo dorado, un espejismo tan bello y misterioso como las caricias de un amante infiel. 

Todos estábamos de parte de aquel amor dificilísimo, que florecía en el desierto desolado y áspero de una derrota interminable como una garantía de que la vida seguía existiendo, de que existiría el futuro, por ahí, en alguna parte.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Maggie O'Farrell: HAMNET

El sol, amenazante, lo mira desde fuera y por las ventanas estampa una celosía amarilla en la pared. 

El suspiro del aire que pasa por debajo de las puertas de habitación en habitación. 

El ruido indefinible de una casa en reposo, sin gente. 

Es increíblemente suave, como el roce de las hierbas del río en las piernas.

Se sienta en su silla con la espalda doblada: un sapo viejo y triste encima de una piedra. 

Se ha quitado los zapatos, que han quedado en el suelo del revés, a su lado, como vainas vacías. 

Un miedo frío le baja por el pecho y en un instante le envuelve el corazón en una capa de hielo crujiente. 

Cada árbol responde a las atenciones del viento a su propio ritmo, ligeramente distinto que el de sus vecinos, doblando las ramas, sacudiéndolas y agitándolas como si quisiera librarse del aire, incluso de la tierra que lo nutre. 

Sonríe al ver las cara suaves, inacabadas todavía, claras a la luz de la ventana como la masa sin levadura. 

Mira, avellanas, y caían puñados de perlas con chaqueta parda. 

Las palabras se le escapan de la boca volando como avispones, palabras que ni siquiera sabía que supiera, palabras dardo que chisporrotean y dañan, palabras que se le retuercen y le aplastan la lengua. 

Son unas carcajadas roncas y carentes de alegría que le dejan el pecho vacío y caliente. 

El sorprendente frío metálico de principios del invierno. 

Los charcos que va pisando son como nubes blancas heladas, solidificadas entre los surcos y resaltos del barro. 

Las palabras existen si se sabe escuchar. 

Todas las hojas de los árboles, todas las hierbas, todas las ramas que hay por el camino se han encerrado, se han replicado a sí mismas en escarcha. 

El corazón le da un vuelco en el pecho, es un animal que se revuelve contra los barrotes de los huesos. 

Las llamas se levantan, atormentan y acarician el fondo de varias ollas. 

Sus ojos parecen botones de caléndula. 

Contempla la silueta del hombre que yace allí, sumido en un sueño profundo como el océano, despatarrado en el centro de la cama, con los brazos estirados, como si flotara en la corriente.  

La larga hendidura de la columna en la espalda, como la huella de una carretilla en la nieve. 

Le ruge el estómago de hambre, un gruñido grave y amenazador como un perro emboscado dentro del cuerpo. 

Es una cadena de letras inclinadas; parece que las palabras resbalen por la página, como si pesaran más al final que al principio de la frase. 

Está embelesada, con las manitas cerradas sobre sí mismas como caracoles en su concha. 

Se queda contemplando las orejas, que parecen pliegues claros de rosas, la curva de ala de sus cejas diminutas, el pelo oscuro que se le pega a la coronilla como si se lo hubieran pintado con un pincel. 

Sus palabras pesan , como si escupiera guijarros al hablar. 

Se lleva el olor brumoso consigo como un montón de ropa vieja y sucia. 

Con qué facilidad nos pasan desapercibidos el sufrimiento y la angustia de una persona si esa persona guarda silencio, si se lo guarda todo para sí, como una botella con un tapón muy ajustado; la presión aumenta en el interior hasta que...

Aparecen en sus mejillas unas lágrimas como semillas de plata. 

Tiene la sensación de estar expuesta, helada, pelada como una cebolla. 

Le gustan las curvas, las formas, los trazos oscuros de tinta, que parecen las marcas que quedan en una ventana helada cuando se pasan unas ramas por el cristal. 

Unas estrechas cuchillas de luz hienden el espacio desde unas ventanas altas. 

La voz es contenida y tensa, como un mandil que se le ha quedado pequeño.

Quien diga que la muerte es "serena" o un "apagarse poco a poco" nunca ha visto morir a nadie. La muerte es violenta, la muerte es una batalla. El cuerpo se aferra a la vida como la hiedra a la pared y no está dispuesto a soltarse, no se rinde sin pelear. 

Entran, como dardos, palabras sueltas de la gente que pasa por fuera, palabras sin sentido, pequeñas burbujas de sonido que estallan en el silencio. 

No hay nada. Un gemido agudo de nada, como la ausencia de sonido cuando calla la campana de la iglesia. 

Las lágrimas le inundan la cara, se persiguen unas a otras. Siempre ha llorado lágrimas muy gruesas, como grandes perlas. 

Las mondas van cayendo por la afilada hoja en largos tirabuzones verdes como cabellos de sirena. 

Las dos cabezas al aire, brillantes como oro hilado. 

Nota la contundencia de la palabra, ese nombre en su boca, en forma de pera madura. 

Ve la bolsa de viaje. Está llena, repleta, como el vientre de una mujer encinta. 

Musita tropezando con las palabras, él, que siempre habla como las aguas rápidas y claras de un riachuelo saltando entre los guijarros. 

Hay muchas formas distintas de llorar: lágrimas que se derraman de repente, gemidos hondos y desgarrados, el interminable goteo silencioso de agua de los ojos. 

El corazón le da un salto en el pecho, como un gamo. 

Un cielo salpicado de piedras preciosas, punteado de huecos plateados, pendía en equilibrio sobre los tejados de las casas. 

Sus voces son como pájaros brillantes que levantan el vuelo, que revolotean por la habitación y salen y suben al cielo. 

El centelleo helado de las estrellas, como cristales rotos sobre seda negra. 

Ve a su hija menor desprenderse de la niñez como si de una capa se tratara. Ha crecido, ahora es esbelta como una rama de sauce. Ya no necesita saltar, moverse deprisa, con precisión, cruzar una habitación o el corral zigzagueando como un rayo; adquiere un andar más pausado, de mujer. Se le definen las facciones, asoman los pómulos, la nariz se afila, la boca se convierte en la boca que tiene que ser. 

Una brisa invisible e insistente se desliza por las calles como un ladrón en busca de una entrada. Juguetea en las copas de los árboles, las inclina hacia un lado, después hacia el otro. Tiembla dentro de la campana de la iglesia y hace vibrar el metal con una nota única, grave. Alborota las plumas al búho solitario que se ha posado en un tejado, cerca de la iglesia. Unos portales más allá, mueve una ventana mal cerrada y la gente que duerme dentro da media vuelta en la cama: se cuelan en sus sueños unas imágenes de huesos que se mueven, de pasos que se acercan, de cascos que resuenan. 

Lo rodean como una nube que envuelve la luna, lo avasallan con objeciones, preguntas, ruegos.