domingo, 1 de septiembre de 2024

Maggie O'Farrell: HAMNET

El sol, amenazante, lo mira desde fuera y por las ventanas estampa una celosía amarilla en la pared. 

El suspiro del aire que pasa por debajo de las puertas de habitación en habitación. 

El ruido indefinible de una casa en reposo, sin gente. 

Es increíblemente suave, como el roce de las hierbas del río en las piernas.

Se sienta en su silla con la espalda doblada: un sapo viejo y triste encima de una piedra. 

Se ha quitado los zapatos, que han quedado en el suelo del revés, a su lado, como vainas vacías. 

Un miedo frío le baja por el pecho y en un instante le envuelve el corazón en una capa de hielo crujiente. 

Cada árbol responde a las atenciones del viento a su propio ritmo, ligeramente distinto que el de sus vecinos, doblando las ramas, sacudiéndolas y agitándolas como si quisiera librarse del aire, incluso de la tierra que lo nutre. 

Sonríe al ver las cara suaves, inacabadas todavía, claras a la luz de la ventana como la masa sin levadura. 

Mira, avellanas, y caían puñados de perlas con chaqueta parda. 

Las palabras se le escapan de la boca volando como avispones, palabras que ni siquiera sabía que supiera, palabras dardo que chisporrotean y dañan, palabras que se le retuercen y le aplastan la lengua. 

Son unas carcajadas roncas y carentes de alegría que le dejan el pecho vacío y caliente. 

El sorprendente frío metálico de principios del invierno. 

Los charcos que va pisando son como nubes blancas heladas, solidificadas entre los surcos y resaltos del barro. 

Las palabras existen si se sabe escuchar. 

Todas las hojas de los árboles, todas las hierbas, todas las ramas que hay por el camino se han encerrado, se han replicado a sí mismas en escarcha. 

El corazón le da un vuelco en el pecho, es un animal que se revuelve contra los barrotes de los huesos. 

Las llamas se levantan, atormentan y acarician el fondo de varias ollas. 

Sus ojos parecen botones de caléndula. 

Contempla la silueta del hombre que yace allí, sumido en un sueño profundo como el océano, despatarrado en el centro de la cama, con los brazos estirados, como si flotara en la corriente.  

La larga hendidura de la columna en la espalda, como la huella de una carretilla en la nieve. 

Le ruge el estómago de hambre, un gruñido grave y amenazador como un perro emboscado dentro del cuerpo. 

Es una cadena de letras inclinadas; parece que las palabras resbalen por la página, como si pesaran más al final que al principio de la frase. 

Está embelesada, con las manitas cerradas sobre sí mismas como caracoles en su concha. 

Se queda contemplando las orejas, que parecen pliegues claros de rosas, la curva de ala de sus cejas diminutas, el pelo oscuro que se le pega a la coronilla como si se lo hubieran pintado con un pincel. 

Sus palabras pesan , como si escupiera guijarros al hablar. 

Se lleva el olor brumoso consigo como un montón de ropa vieja y sucia. 

Con qué facilidad nos pasan desapercibidos el sufrimiento y la angustia de una persona si esa persona guarda silencio, si se lo guarda todo para sí, como una botella con un tapón muy ajustado; la presión aumenta en el interior hasta que...

Aparecen en sus mejillas unas lágrimas como semillas de plata. 

Tiene la sensación de estar expuesta, helada, pelada como una cebolla. 

Le gustan las curvas, las formas, los trazos oscuros de tinta, que parecen las marcas que quedan en una ventana helada cuando se pasan unas ramas por el cristal. 

Unas estrechas cuchillas de luz hienden el espacio desde unas ventanas altas. 

La voz es contenida y tensa, como un mandil que se le ha quedado pequeño.

Quien diga que la muerte es "serena" o un "apagarse poco a poco" nunca ha visto morir a nadie. La muerte es violenta, la muerte es una batalla. El cuerpo se aferra a la vida como la hiedra a la pared y no está dispuesto a soltarse, no se rinde sin pelear. 

Entran, como dardos, palabras sueltas de la gente que pasa por fuera, palabras sin sentido, pequeñas burbujas de sonido que estallan en el silencio. 

No hay nada. Un gemido agudo de nada, como la ausencia de sonido cuando calla la campana de la iglesia. 

Las lágrimas le inundan la cara, se persiguen unas a otras. Siempre ha llorado lágrimas muy gruesas, como grandes perlas. 

Las mondas van cayendo por la afilada hoja en largos tirabuzones verdes como cabellos de sirena. 

Las dos cabezas al aire, brillantes como oro hilado. 

Nota la contundencia de la palabra, ese nombre en su boca, en forma de pera madura. 

Ve la bolsa de viaje. Está llena, repleta, como el vientre de una mujer encinta. 

Musita tropezando con las palabras, él, que siempre habla como las aguas rápidas y claras de un riachuelo saltando entre los guijarros. 

Hay muchas formas distintas de llorar: lágrimas que se derraman de repente, gemidos hondos y desgarrados, el interminable goteo silencioso de agua de los ojos. 

El corazón le da un salto en el pecho, como un gamo. 

Un cielo salpicado de piedras preciosas, punteado de huecos plateados, pendía en equilibrio sobre los tejados de las casas. 

Sus voces son como pájaros brillantes que levantan el vuelo, que revolotean por la habitación y salen y suben al cielo. 

El centelleo helado de las estrellas, como cristales rotos sobre seda negra. 

Ve a su hija menor desprenderse de la niñez como si de una capa se tratara. Ha crecido, ahora es esbelta como una rama de sauce. Ya no necesita saltar, moverse deprisa, con precisión, cruzar una habitación o el corral zigzagueando como un rayo; adquiere un andar más pausado, de mujer. Se le definen las facciones, asoman los pómulos, la nariz se afila, la boca se convierte en la boca que tiene que ser. 

Una brisa invisible e insistente se desliza por las calles como un ladrón en busca de una entrada. Juguetea en las copas de los árboles, las inclina hacia un lado, después hacia el otro. Tiembla dentro de la campana de la iglesia y hace vibrar el metal con una nota única, grave. Alborota las plumas al búho solitario que se ha posado en un tejado, cerca de la iglesia. Unos portales más allá, mueve una ventana mal cerrada y la gente que duerme dentro da media vuelta en la cama: se cuelan en sus sueños unas imágenes de huesos que se mueven, de pasos que se acercan, de cascos que resuenan. 

Lo rodean como una nube que envuelve la luna, lo avasallan con objeciones, preguntas, ruegos.