Al hacerse de noche es cuando cae el peso sobre ella, tan grande que tiene que sentarse para coger aliento.
Los pensamientos llegan y se deslizan a través de ella, entrelazándose. Intenta que salgan a la misma velocidad con la que entran, pero se le acumulan en el interior, un pensamiento sobre otro. Ya ese empeño -esforzarse en que entren y salgan y no le acumulen- es de por sí un pensamiento demasiado intenso para su cabeza.
Su deterioro no tiene que ver con los años, sino con la expresión hastiada, con la manera de balancear los brazos y doblar las rodillas mientras avanza.
Una gota de sudor le resbala por la sien. Se la limpia con el dorso de la mano y encuentra en ese gesto la fuerza necesaria para atacar.
Cuanto menos escriba uno su nombre verdadero, mejor. Solo vale para firmar en el banco.
La observa fijamente -demasiado fijamente-, pero sus ojos son dulces y eso suaviza la incomodidad.
El cabello, muy blanco y fino, se extiende como una suave bruma sobre la cabeza.
Los cambios -todos los cambios- siempre son para bien.
La voz deformada por los nervios.
A veces, ciertos errores acarrean un acierto, un cambio de rumbo o incluso una revelación.
Una sombra ha caído sobre ellos, viciando el aire.
Siente que el corazón se le desploma de golpe hacia los pies.
Como el dinero, también el capital erótico se va escurriendo sin que uno se dé cuenta, solo se toma conciencia de él cuando desaparece, y se escudriña en el espejo con una mirada desprovista de piedad, evaluando las partes de su cuerpo o de su cara donde puede radicar el error.
Su aburrimiento desprende un halo de desesperación.
Qué absurdos son algunos hombres.
Una angustia creciente se adensa en ella.
Una reflexión fugaz cruza por su cabeza, tan rápida que no le da tiempo a agarrarla y entenderla.
Su voz, no parece su voz, suena postiza, como si estuviese leyendo el papel de una obra.
Una sonrisa tensa, posiblemente avergonzada, aunque también centelleante, rápida.
El olor, el viento en su piel, los tonos verdes y marrones mezclados -hojas y tierra-, el gusto acre de su saliva -de los nervios-, todo lo que la ata a ese instante se expresa a través de los sentidos y, sin embargo, la sensación de irrealidad es abrumadora, la abstracción vence a lo concreto, como si, más que estar al borde de una nueva vivencia, estuviese representando una escena en un decorado y con unos actores: una gran mentira.
En el sexo no existe zona intermedia entre el placer y el asco.
La piel tiene memoria.
Echar muchas horas no es sinónimo de tesón. Puede ser también señal de torpeza. O de caradura.
Siente ansiedad como un animal en celo.
No es una mirada limpia: parece haber un juicio tras sus ojos.
Lo que estaba fuera, en la lejanía del paisaje, lo que era invisible y carecía de interés, está ahora dentro de ella, habitándola, sacudiéndola.
No ha hablado en tono de reproche; al revés, lo ha hecho con amabilidad y simpatía, en ese límite juguetón en el que suelen darse caña los amigos.
Si el silencio es la ausencia de palabras, ¿cómo puede existir un silencio en particular? ¿No deberían ser iguales todos los silencios?
Lo que distingue a los silencios es todo aquello que los rodea, empezando por las causas.
Quizá es mejor no penetrar en el misterio, no tratar de entenderlo, para evitar que se corrompa.
El malestar de la felicidad es una idea que le ronda con insistencia: un tipo de felicidad que contiene en sí misma la semilla de su propia destrucción.
Lo peculiar de su forma de hablar no era el atropello de las sílabas, sino ese tono tajante, autosuficiente, que subyace bajo al pronunciación.
Es un rostro inquietante, rotundo, duro y lleno de secretos. Es imposible llegar a lo que hay tras sus párpados.
Una rara cautela -rara por incomprensible- la lleva a preferir el silencio.
Es una conversación que solo avanza de puntillas, a través de rodeos.
Las horas muertas se convierten en pasto para la suspicacia.
Es solo al terminar de hablar cuando el peso del silencio se hace evidente.
La mira con dureza, con una opacidad nueva en sus ojos -ojos de cristal, o de muerto-.
En el colchón, entre ambos, nota cómo se abre un abismo.
Caminar a su lado le parece una experiencia más íntima que tumbarse en su cama o desnudarse ante él.
Es capaz de reconocer ese tipo de alegría que desemboca en la angustia. Como cuando las piernas dejan de responder después de haber corrido mucho.
La belleza de la distancia.
El pensamiento la asalta con brusquedad, como si no proviniera de ella. Quizá por eso, por atacar desde fuera, resulta tan verosímil y cercano.
Al beber siente que se limpia, que el agua arrastra por su garganta el veneno de la desconfianza.
La tensión de la sonrisa desmiente sus palabras.
Siempre ha asumido como un hecho irrefutable que a los hombres, tengan la edad que tengan, les atraen las mujeres jóvenes, pero nunca hasta ahora lo había interpretado como una amenaza, dado que, por muy joven que sea una, siempre habrá otra más joven.
Siente frío, un frío intenso que irradia de su propio interior, de un punto que se ubica entre el esternón y la columna.
Una vez que cae una certeza, ¿por qué no han de caer todas?
Su relación ha estado emponzoñada desde el principio. Fue la manera de empezar, esa que justamente la cautivó, la que se ha dado la vuelta mostrando sus costuras repugnantes.
El daño crece, se ramifica dentro de ella.
Parece concentrada en algo que estuviera sucediendo en otra dimensión, con los ojos arrugados y los labios formando frases en silencio.
A veces el hechizo se rompe y sale de sí misma.
Se atasca en cosas antiguas que ocurrieron. En la resignación del viejo.
Dado que no hay preguntas, no hay respuestas.
La desconfianza sigue creciendo: sutil y torcida, como la cautela de un gato.
Los celos, ese insistente monstruo de ojos verdes, se cuelan hasta en la cama, con su lengua picuda y sus muecas obscenas, inspeccionándolos a ambos para devorarlos, corrompiendo el sentido de sus movimientos, tiñéndolos de suciedad y recelo.
Se lo cuenta con los ojos brillantes, agarrándola con la intimidad con que se habla a las amigas.
Se levanta una corriente fría y cortante, casi higiénica. Una corriente que acaba con la posibilidad de rebatir, o al menos de preguntar.
Cuando expresa su punto de vista, lo expone sin la necesidad -o el ansia- de hacerse entender. En él no existe la pretensión de convencer.
Oye las palabras sin alcanzarlas. Percibe los sonidos, pero no los agarra.
Su furia se disuelve y cede el paso a un hueco cuya resonancia atrona por todo su cuerpo.
Su voz -su propia voz- le suena muy remota, como si se articulara desde muy lejos, fuera de ella.
Se echa boca abajo en la cama y se aprieta contra el colchón buscando sofocar el sufrimiento.
Alrededor solo hay silencio: el ficticio silencio de siempre.
Hacia ella se encaminan, nítidas, unas nuevas palabras: el tiempo es el castigo. Las pronuncia como si las leyera, como si no proviniesen de ella, sino de más allá, de mucho más allá.
En su ausencia de nervio, comprende lo irrevocable de su decisión.
Lo mira fijamente y nota cómo flaquea, como si quisiera decir algo más de lo que dice, con los ojos líquidos -como licuados- y unos segundos de vacilación que se alargan significativamente.
No sabe sonreír sin incluir en el mismo gesto la mueca del engaño. O si no del engaño, del disimulo.
Mira a su alrededor y su dormitorio le resulta completamente ajeno. Cada mueble, cada objeto, continúa en su lugar y, sin embargo, algo ha cambiado. Se palpa en el ambiente, como una súbita bajada de temperatura, o como el atenuamiento del color en una foto antigua. Como si el mundo hubiese decidido seguir adelante, mutando, cuando ella ya se ha quedado definitivamente atrás.
Sus pertenencias están allí como si las hubiesen recortado de otro lado y pegado después, como un collage mal hecho.
Ella no hablaría de calidez, sino de un estancamiento de la atmósfera, como si el aire ya no circulara y la corriente se hubiese inmovilizado a media altura, no en los pies, ni en la cara, sino en la zona de las caderas, para dificultar su avance.
El cielo pálido, casi sucio, se amarillea a causa de una columna de humo.
Esa certeza le rasga cada uno de sus músculos.
Trata de respirar ordenadamente.
Tal vez es ella quien ha envejecido y lo mira desde otra época.
Su voz baja y apaciguadora sigue explicando lo que ella no puede ahora entender.
Qué cansado es escuchar cuando no se tiene nada que añadir.
El silencio es distinto, teatral, como si lo estuvieran representando solo para ella, con el único fin de engañarla.
Sale arrastrando los pies. Pero él no es el condenado, piensa ella, a qué viene esa forma de andar, tanto teatro.
Tenía hierba en la cara, en vez de barba.
La sensación de pérdida le va comiendo terreno, velozmente, a la memoria.
Hay una placidez aceitosa en la que ella se sumerge para nadar. Bracea con facilidad, contempla los rayos de luz tamizados por el agua, la tonalidad verdosa del lecho de un río y el brillo plateado de las piedras al fondo.
El tacto estéril.
Ningún culpable queda perdonado si no recibe su castigo.
Intercambia abrazos cálidos en el frío de la noche.
Ha perdido la mirada propia de los niños que no tienen pasado; sus ojos, más que sus cicatrices, marcan ahora la existencia de un antes y un después, una falla en el tiempo.
En su expresión se condensa su propio y inamovible veredicto.
Algo le revienta en su interior. Como un saco de gel frío que después se extendiera por sus extremidades, aflojando sus músculos, derrotándola.
Su voz ahogada, desprovista de humanidad, es el graznido de un ave antes del sacrificio.
El contacto se queda flotando, coagulándose en el aire.
Viéndose desde fuera, en esa falsa calma, es como si alguien la estuviese filmando, a ella, una figurante, una intrusa, el papel más insignificante que se le podía asignar en un mundo ficticio -un decorado de plástico, de cartón piedra-.
Eso que ella habría llamado en otros tiempos dignidad y que ahora es solo una palabra escurridiza.
Bajo la tela, la piel de él desprende un suave calor, real e indiscutible. Ni siquiera esa temperatura la aleja a ella del escenario, de su sensación de irrealidad.
Mira alrededor, aún medio a oscuras, naufragando en la confusa mezcla de reconocimiento y extrañeza.
Se instala en ella una frialdad paralizadora.
Ella se había empeñado en traducirlo, en llevarlo a su terreno. Qué absurda pretensión, se dice. Si no fuese ridículo, sería hasta divertido.
Se siente invulnerable, más allá de los juicios, pero su inmunidad viene de haber salido del tiempo en que vivía, como si, al subir una escalera interminable, hubiese caído al vacío por un peldaño roto, mientras el resto de la gente continuaba hacia arriba sin advertirlo.
Un solo instante basta para justificar una vida completa.
Su memoria se ha encogido. Su memoria, ahora, es tan pequeña que le cabe en un puño.
Las reliquias sentimentales no merecen la eternidad.
Admira el paisaje empañado y vidrioso por las nubes, los colores desleídos y entremezclados.
No se llega al blanco apuntando, sino descuidadamente, mediante oscilaciones y rodeos, casi por casualidad.
Todo conducía a ese momento. Incluso lo que parecía no conducir a ninguna parte.